«El Diablo a Todas Horas», una saga de maldad y violencia
“Algunos nacen solo para ser enterrados”, le dice un visiblemente perturbado Willard Russell (Bill Skarsgård) a Arvin, su hijo todavía inocente. En El Diablo a Todas Horas (The Devil All the Time, 2020), la muerte se convierte en un personaje más, un acompañante para los otros que conforman el relato.
Como una especie de antología que entrelaza sus historias, la cinta nos pone de frente ante los pecados de unos individuos carcomidos por la violencia; sin embargo, la mirada del director y coguionista Antonio Campos se centra más en la acumulación de cadáveres que en el origen de la maldad.
El Diablo a Todas Horas abarca un periodo de entreguerras en Estados Unidos, una época de desarrollo, pero también de trauma y dolor. Lo segundo queda evidenciado con Willard, un soldado recién desembarcado que se ha visto de frente con Dios y el Diablo en el mismo lugar. Su experiencia en la guerra sirve como punto de partida; el pecado original del que emanará buena parte de la violencia representada en el filme.
La trama pronto se convierte en una saga familiar que abarca dos décadas, periodo en el que seguimos a unos personajes con una relación muy estrecha con el mal. Willard, testigo de la crueldad absoluta, ha decidido encomendarse a Dios y a utilizar la violencia solamente como defensa. Arvin, quien ha tomado nota de cada acción de su padre, yace como un rayo de esperanza entre la oscuridad que persigue a su familia. De cualquier manera, la posibilidad de que todo se vuelva a repetir permanece latente; un ciclo de brutalidad sin fin.
Basada en la obra del mismo nombre de Donald Ray Pollock, quien aparece aquí como un narrador innecesario, El Diablo a Todas Horas explora otras formas de perversidad alrededor de los Russell. Cuando el tiempo pasa y el Arvin joven (Tom Holland) toma el papel protagónico, Campos nos advierte que todos en el pequeño pueblo de Knockemstiff tienen algo que esconder, aunque no de la forma más sutil.
Entre estos infames sujetos se encuentra Lee (Sebastian Stan), un policía corrupto; Carl (Jason Clarke), un asesino serial con una retorcida fascinación sexual, y el reverendo Preston (Robert Pattinson), un predicador que satisface sus oscuros deseos a costa de la confianza de la comunidad.
En cada uno de ellos, Campos tiene a hombres miserables y cobardes que representan la perversidad de la que nos habla desde el comienzo. Pero ¿quiénes son realmente? ¿Qué los ha orillado a llevar el mal a donde quiere que van? Para el director, todo aquello de lo que son capaces es lo que realmente le interesa, y no los motivos detrás de ello. Su presencia se reduce a lecciones casi bíblicas que refuerzan el formato de antología previamente mencionado. Cada segmento nos recuerda la malicia del hombre, pero falla cuando es hora de dimensionar a estos individuos.
El único personaje desarrollado por completo es el de Holland, quien toma un papel oscuro por primera vez para interpretar a un joven perseguido por la desgracia. Sin opción alguna, este no tiene más remedio que enfrentarse a ella tal y como su padre le enseñó durante sus últimos días. El actor nos interna en la desesperación de un chico bondadoso que no teme jalar el gatillo y arrancarle la vida a quien se lo merezca.
Como un justiciero por accidente, los matices de Arvin lo convierten en el elemento más completo de una cinta que se siente desconectada por momentos. Es imposible pasar por alto que varias subtramas conducen a ningún lugar. Tal es el caso de la de la Lee, un policía obsesionado con el poder que solo parece ser el daño colateral de las acciones de los demás. O también la de Sandy (Riley Keough), quien se vuelve parte de la racha homicida de Carl por motivos que nunca quedan claros.
El Diablo a Todas Horas también trata de mostrar el lado más represivo de la religión, particularmente del cristianismo. Harry Melling interpreta a Roy Laferty, otro predicador obsesionado con sus creencias a tal grado de incurrir en una serie de terribles actos. Si bien no hay duda de que su fanatismo rige su mente retorcida, Campos simplemente nos muestra una idea y no a un hombre en conflicto con las consecuencias de sus acciones.
Lo mismo ocurre con el reverendo Preston, a quien Pattinson da vida de la forma más estrambótica posible. Desde un vestuario un tanto fuera de lugar hasta una serie de peculiares acentos, su actuación camina sobre la delgada línea de la caricaturización. Su crimen es cosa seria, pero sus motivos están lejos de tener un fundamento más que el de la maldad referenciada por Campos.
Además de extenderse demasiado, El Diablo a Todas Horas no saca el máximo provecho de todo su talento. Aunado a ello, su extraña y poco efectiva estructura también se ve afectada por la ralentización producto de la narración. En distintos momentos, los pensamientos de los personajes se cuentan en lugar de ser mostrados. ¿Qué queda entonces por reflexionar acerca de lo que acabamos de ver?
Al final, Arvin emerge como el único vestigio de valor en la cinta. Como víctima de los pecados de los demás, e incluso de su propio país, su futuro luce sombrío y poco prometedor. En una historia con tantos sacrificios innecesarios, el suyo parece ser el único verdaderamente lamentable; un alma buena que sin duda también será consumida por la oscuridad más tarde que temprano.