«Dune»: sufriendo de grandeza.
Era el año 2016, Festival de Venecia, Denis Villeneuve presentaba Arrival, y en una de sus entrevistas dijo que uno de sus sueños era realizar una adaptación de Dune, la novela de Frank Herbert. Una idea bastante loca y hasta ilusa, conociendo el fracaso que fue la adaptación de David Lynch y cómo lo boicotearon, o cómo rechazaron olímpicamente a Jodorowsky. Pero la historia ha sido escrita por rebeldes, y cinco años después, este proyecto que sonaba casi imposible es una realidad.
El director de Incendies se puso al hombro una difícil misión, no solo por lo explicado anteriormente, sino también por llevar a la pantalla grande una historia tan compleja como interesante, solo basta saber que cuando se estrenó la versión de Lynch se repartieron folletos en las salas de cine para su mejor entendimiento. Un libro que habla de política, religión, ecología o economía, y que toca temas como la supervivencia de la especie humana, la evolución humana, etc. Llevar eso al cine no sería fácil, ni podría hacerse en dos horas.
Por esa razón Villeneuve ha dividido esta película en dos partes. Y esta primera parte también podría dividirse en dos. En la primera conocemos a Paul Atreides (Timothée Chalamet), hijo del duque Leto (Oscar Isaac) y de Jessica (Rebecca Ferguson) pertenecientes a la Casa de los Atreides quienes han sido designados por el emperador para que administren Arrakis, un desértico planeta donde se produce la “especia”, un elemento que -entre otras facultades- sirve como combustible, siendo actualmente el elemento más importante del Universo, por el que muchos han muerto.
Pero Arrakis perteneció por generaciones a los Harkonnen, quienes no han quedado muy contentos luego de esto. Liderados por el Barón Vladimir Harkonnen, encarnado por un irreconocible pero espectacular Stellan Skarsgård, que por momentos nos recuerda al Coronel Kurtz de Apocalypse Now.
Paul Atreides, el elegido.
En esta parte somos testigos de un estereotipo propio del género, “el elegido”, que ya hemos visto repetidamente en Neo, Luke, Harry Potter, y hasta Brian, perdón, Jesús. Pero todo esto sucedió luego de la novela de Frank Herbert, no es su culpa.
Aunque Villeneuve y sus guionistas no hacen un preámbulo para presentarnos a los personajes o explicarnos sobre la mitología de Dune, se logra entender. Ya en su segunda presenciamos la acción: persecuciones, algo de combate y huidas de gusanos gigantes, muchísimo más grande que los de Tremors.
La idea de esta nueva adaptación sonaba más interesante siendo pensada o analizada que, al menos en esta versión, de ser vista, ya que sus dos horas y media de duración se vuelven tediosas. Es innegable el increíble trabajo visual, lo majestuoso de los efectos visuales, acompañado de la increíble banda sonora. Pero la historia nos ha enseñado que no basta ser hermosa visualmente para trascender. Casos como Jupiter Ascending (2015) de las Hermanas Wachowsky o Valerian (2017) de Luc Besson nos dan la razón, por nombrar algunas recientes.
Mientras más grande, la caída duele más.
Dune está lejos de convertirse en la nueva Señor de los Anillos, sobre todo en la parte narrativa (aunque claramente la saga de Tolkien es menos “infilmable” que la de Herbert). Ni hablar de las escenas de peleas que ha sido la parte más floja de la cinta.
Aunque Dune es un gigante cinematográfico, un orgasmo visual disfrutarlo en un cine, no logré conectar con la historia, ni con las escenas de acción ni con la construcción de los personajes. Dune no es mala, ni está cerca de serlo. Villeneuve nos ha demostrado que puede hacer cine de autor con un blockbuster, un versión muy personal e íntima del libro, y esa valentía hay que aplaudirla. Pero verla en dos partes vuelve esta experiencia muy fría y vacía. Espero con ansias que la segunda parte pueda borrar este sinsabor. In Denis Villeneuve We Trust.