“The Handmaiden”, el consuelo detrás de la perversión
La decadencia humana siempre nos hace mirar –cada vez con menor disimulo –apuestas en las que directores como Park Chan-wook exponen nuestro morbo. Ese rincón en que disfrutamos del desliz moral que no llega a convertirse en algo vulgar. Y en que, gracias a la corrupción de un inocente, podemos apreciar el egoísmo del hombre en variantes como el amor, la codicia y el poder.
Este abanico de provocación se nos entrega dentro de una mansión híbrida entre lo gótico de occidente y lo tradicional japonés. Un palacio que nos sumergirá en habitaciones donde reina el terror y el erotismo, opacados sólo por la crueldad de quienes alimentan este psicodrama inspirado en la novela de Sarah Waters, Fingersmith.
The Handmaiden (La doncella, 2016) en primera instancia nos presenta a Sook-hee, una carterista contratada para ser sirvienta de Hideko, la heredera de una tentadora fortuna. Su tarea será manipularla para que se enamore de su empleador, el conde Fujiwara, la “mente maestra” detrás de la estafa. Un artificio que consistirá en desposar a la joven y luego internarla en un psiquiátrico, aseverando que ha perdido la cordura y, junto a ella, el dinero que será repartido conforme a lo acordado entre los timadores.
Sin embargo, la simpleza de la reseña anterior es sólo un atisbo de lo que se desarrollará en las tres partes en que se divide el filme. La historia utiliza como recurso la misma escena mostrada en distintas perspectivas, donde cada una aporta otra capa de acontecimientos que nos va revelando qué ocurrió realmente en la película.
Con la expectativa de otra entrega de Park, la impronta meticulosa y sórdida era un requisito al que nos tenía mal acostumbrados desde Stoker (Lazos perversos, 2013) y su Trilogía de la venganza (2002-2005). Una firma que aprovechó para jugar con nosotros sin defraudarnos en el camino. Es más, a grandes rasgos, la dirección de la historia se repite para la audiencia y los personajes dentro de ella: el engaño. Así como entre ellos no existe pudor alguno para apuñalarse por la espalda, el cineasta surcoreano tampoco se contiene para incitarnos a elaborar teorías que después se desecharán. Y, para las afortunadas que den en el clavo, también tiene preparado un par de trucos que complacerán la imaginación del espectador.
La elegancia de la pornografía con sentido
El filme en sí narra dualidades. Una combinación de lo grotesco y la pasión refinada. El choque entre el sexo que explota a la mujer y el sexo que le brinda un espacio cálido de comprensión. El escenario depravado que vemos, en una Corea ocupada por los japoneses en 1930, une a dos mujeres tanto en su liberación personal como en la cama, frente a un contexto sociopolítico que sólo busca usarlas.
Es aquí donde Park retoma la exploración de la sexualidad femenina, contraponiéndola con el torpe, poco satisfactorio y sesgado deseo de los hombres. Tal intención la plasma con ingenio y sátira, en vez de insistir en una crítica literal a su género. Él nos deja secuencias de pornografía secundaria, en que Hideko es tratada como un objeto sexual por su degenerado tío Kouzuki –quien posee una biblioteca plagada de parafilias, sadomasoquismo y cuanta fantasía se imagine –, y por el conde Fujiwara, quien la corteja sólo por interés monetario (además de sentirse atraído, en realidad, por uno de los personajes que Hideko interpreta en las sesiones de lectura que Kouzuki ofrece a sus clientes a expensas de ella).
La destreza masculina para aproximarse a la mujer en el largometraje se centra, más que nada, en su desvarío sádico y la forma abusiva que tiene para subestimar su libido. Para demostrarlo, el thriller recurre al fetichismo en un sinfín de sus variantes: voyeurismo, asfixia y hasta shokushu goukan o violación por tentáculos.
Al opuesto tenemos los encuentros entre Sook-hee y Hideko exhibidos de forma explícita y con una intimidad que nos transforma en cómplices de una conexión más compleja que lo meramente físico. Lo anterior, sin caer cursilerías.
Dentro de la depravación que envuelve a los personajes de la cinta, existe un retorcido consuelo para cada uno. Las protagonistas lo encuentran a través de un amor originado desde el complot, un espacio común de consuelo que le dio sentido a sus vidas. Kouzuki construye ese espacio en torno a un laberinto de lujuria en que justifica todos sus medios. Fujiwara lo obtiene al creer que tiene control sobre todos sus objetivos. Y nosotros, como audiencia, lo encontramos en esa ambientación placentera que nos ofrece una estética sublime y en el hecho de tener otro exponente al que recurrir para silenciar nuestros caprichos.