La Muerte de Stalin: el patetismo del poder

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Que Armando lannucci domina la sátira política no es nada nuevo: The Thick of It (2005- 2012), In the Loop (2009), Veep (2012-2018). El director británico lleva rodaje en esa parcela, sobre todo en televisión. Su último trabajo, The Death of Stalin (La muerte de Stalin), adapta el cómic homónimo francés para continuar indagando en esa dirección, quizá con más libertad, riesgo y valentía que nunca; tanto es el empeño que la película ha sido prohibida en Rusia, alegando que “ofende a los soviéticos caídos durante la Segunda Guerra Mundial”. Algo evidentemente excesivo a ojos de Occidente, en donde sigue cosechando premios. Sin embargo, sí deja claro que es un ejercicio de sátira evidente, y uno muy británico.

El 2 de marzo de 1953 murió Stalin (Adrian McLoughlin). Entre otras muchas cosas malas, era el General de la URSS. Y al ver el trono vacío, los peces gordos que le rodearon durante tantos años comenzaron una carrera por alzarse con el poder: Lavrenti Beria (Simon Russell Beale) y Nikita Khrushchev (Steve Buscemi), entre otros. El relato se centra en esos días de caos, traiciones y falsas apariencias.

Fuente: weliveentertainment.com

La nueva comedia negra de Armando lannucci no es valiente solo por el tema que trata (recordemos que el Partido Comunista sigue siendo la segunda fuerza en Rusia), sino por cómo decide configurar el guion. A pesar de tener algunos gags brillantes, aquí no se juega a buscar ni forzar el chiste, sino a representar unos personajes patéticos. Es ese choque entre el ridículo más caricaturesco y el poder lo que sostiene, quizá de manera irregular, un humor que también se mueve por lo miserable y lo lamentable. Es sátira, sí, pero de fondo hay seriedad y terror, y los personajes lo sienten. Eso es lo que la diferencia de la parodia extrema, del sketch, de algunos referentes británicos cercanos como podrían ser los Monty PythonMitchell and Webb (are we the baddies?)

Esa decisión narrativa conduce a una puesta en escena espontánea que recuerda rápidamente al teatro. No en vano, varios actores del reparto son reconocidos en esa esfera, además de ser genios de la comedia. Es algo que no solo se agradece, sino que resulta imprescindible para sostener un ejercicio semejante; aquí lo importante no son los chistes, sino las expresiones, las coletillas, los gestos, las miradas, la acción de fondo. Son situaciones de aparente gravedad conducidas por seres ridículamente lamentables, y en ese espacio se genera todo.

Fuente: variety.com

The Death of Stalin tiene muchas virtudes que me empujan a recomendarla: su valentía narrativa y formal, el reparto espectacular que explota cada pequeño espacio, por cómo revitaliza un tipo de sátira inteligente que escasea. Sin embargo, aunque no carece en absoluto de ritmo, sí puede resultar irregular e incluso aburrir a un espectador que busque algo más amable, al uso; incluso menos británico. La disfrutaréis tanto como yo si sabéis dónde os metéis; entiendo, no obstante, que las expectativas y la intuición pueden jugar una mala pasada. El último trabajo de Armando lannucci ni se suaviza ni se esconde, cosa que se agradece e, incluso, la elevan.