“Hierro 3”, el placer del silencio
La invasión del hogar es uno de los tópicos más recurrentes en la industria cinematográfica para tejer historias que inquieten al público. La amenaza de que un desconocido entre en nuestro espacio se ha convertido en el núcleo de un temor que va mucho más allá de la ficción. Encontrarnos con que la cerradura de la puerta fue forzada, que nuestras pertenencias han sido ocupadas por otro y sentir que la seguridad que creíamos tener ya no existe, suponen un escenario siniestro, propio de la sección policíaca del noticiero de turno.
Ante la presencia de un tercero asumimos su intención de hacer daño. De saquear, violar, asesinar y todos los horrores relacionados. Sin embargo, ¿qué pasaría si el huésped forzado no tuviera ninguno de esos impulsos e, inclusive, cuidara el no toparse con nosotros?
Tae-suk es esa clase de inquilino. Un fantasma nómade que vive la vida de otros, a través de lo que encuentra en sus casas por cortos períodos. Un indigente que podría no serlo, pero que escogió alienarse pacíficamente de la sociedad y el curso que ésta sigue.
El protagonista de Hierro 3 (Bin-jip, 2004) duerme en propiedades ajenas y come lo que dejaron atrás sus anfitriones ausentes. Lleva su ropa, revisa sus recuerdos y saca fotografías de lugares que considera emblemáticos. Aun así, no es un aprovechador. Él tiene su forma particular de retribuir toda esa hospitalidad: repara objetos averiados, ordena las habitaciones y limpia las prendas usadas por extraños.
Deja su grano de arena en lo que sólo podría apreciarse desde la más silenciosa contemplación. Detalles que son obviados por el resto hasta que, al irrumpir en un lujoso domicilio, no se percata de que un alma tan solitaria como él lo observa.
Sun-hwa, mujer abusada y encerrada en un matrimonio que la consume poco a poco, se cruza en el rumbo de Tae-suk sin imaginar cuánto cambiará el suyo cuando la defienda de una nueva golpiza por parte de su esposo.
Con esta premisa, el director Kim Ki-duk desarrolló una solemne atmósfera afectiva, exenta en su mayoría de diálogos, pues cada gesto y mirada cómplice explican con creces la relación que los personajes desarrollan.
En un mundo donde todos parecen dejarse llevar por el frenesí de los acontecimientos, los amantes gozan del silencio. Exponen su soledad al otro y la sienten reflejada, compartida y natural. Sun-hwa no se ve forzada a adoptar las andanzas de Tae-suk como suyas, así como Tae-suk al fin consigue alguien que realmente lo vea.
Este romance y su armonía tienen como catalizador al hierro 3, el palo de golf menos usado en la disciplina deportiva. El que menos se espera para dar el golpe final, pero que termina convirtiéndose en una herramienta de liberación, comunicación y venganza en el relato.
Es así como el objeto personifica el inesperado actuar de la pareja, que a veces raya en lo absurdo. Una actitud que les lleva a cometer errores con una ingenuidad inusitada hasta que son atrapados y llevados a la policía.
En una mezcla de sueño y realidad, Sun-hwa será recluida nuevamente por su controlador marido, así como Tae-suk jugará con la mente de un oficial en la celda que le asignaron. La reunión entre los dos es inminente, así como el mensaje que el cineasta quiere transmitir en los últimos minutos de la cinta: incluso entre cuatro paredes, ellos son libres.
Poco importa el cónyuge de la protagonista o el hecho de que Tae-suk vaya contra el materialismo al que estamos acostumbrados y no posea estabilidad de ningún aspecto, ya que ambos experimentan un placer mucho más grande que el resto. Disfrutan de la humanidad que sólo entrega lo intangible, la emoción que no necesita de palabras. No anhelan dejar una huella en el mundo, ni poseer al otro imponiéndose.
Esta obra lírica maestra —realizada en menos de tres meses por Ki-duk — lo engloba en su escena final, momento en el que ambos alcanzan el peso “0” en la balanza, el equilibrio que no necesita explicaciones.