Weapons, la hora de la desaparición: ¿Y dónde están los niños?

- Por

¿Qué secretos pueden esconderse bajo la calma aparente de un pueblo donde nunca pasa nada? Esa es la pregunta que Zack Cregger plantea en Weapons, su segundo largometraje tras el éxito de Barbarian.

Inspirado —como él mismo ha reconocido— en la estructura coral de Magnolia de Paul Thomas Anderson, Cregger arma un relato fragmentado que se mueve entre distintas perspectivas para mostrar cómo un hecho imposible destroza a una comunidad: en Maybrook, Pensilvania, diecisiete niños de un mismo salón de clases desaparecen al mismo tiempo, exactamente a las 2:17 de la madrugada. Solo uno, el tímido Alex (Cary Christopher), permanece en casa. Muy pronto, todas las miradas se vuelven hacia la maestra del grupo, Justine Gandy (Julia Garner), convertida en blanco de sospechas y hostilidad mientras la policía y el FBI se estrellan contra un misterio que no logran resolver.

Julia Garner en Weapons

A partir de ahí, Cregger juega con un rompecabezas narrativo dividido en capítulos, cada uno centrado en un personaje distinto: Archer Graff (Josh Brolin), padre de uno de los niños; Paul (Alden Ehrenreich), un policía con una vida personal al borde del colapso; Marcus (Benedict Wong), director de la escuela; Anthony (Austin Abrams), un adicto sin rumbo; el propio Alex; y la excéntrica Gladys (Amy Madigan).

Cada mirada aporta matices, repite escenas desde otro ángulo o revela detalles que reinterpretan lo que creíamos saber. Debajo de la trama policial, la película explora miedos y traumas infantiles que se proyectan en los adultos, en un entorno suburbano que se vende como seguro, pero que esconde oscuridad secretos, y heridas profundas e invisibles.

Un rompecabezas de paranoia y terror

Con un suspenso que crece lentamente y una atmósfera que varía entre el drama social, la comedia negra y el terror más macabro, Weapons juega con las expectativas del espectador.  Cregger crea personajes complejos, contradictorios y profundamente humanos: Justine, Archer o Paul no son héroes ni villanos, y muchas de sus decisiones rozan lo autodestructivo. La tensión crece con imágenes inquietantes, pesadillas recurrentes y un clima cada vez más opresivo, hasta que en el último tercio la historia explota en violencia y elementos fantásticos que dividen al público: para algunos, un exceso; para otros, un final brutal.

Aunque no todos los misterios se resuelven – y eso parece intencional-, Cregger logra un retrato perturbador de cómo una comunidad se desmorona cuando la certeza de que no pueden controlar todo se rompe. La desaparición de los niños es solo la chispa, lo que arde después son los prejuicios, las conspiraciones y el miedo colectivo. Y al final, Cregger deja claro que, incluso en esos lugares donde “nunca pasa nada”, las armas más peligrosas a veces son los miedos y la desconfianza, esas que no se pueden ver.