Lost in Translation: escapando de la vida
Los Oscars 2018 han sido una protesta feminista necesaria, dejando de lado las otras treinta y cinco injusticias que quisieron meter con calzador. Y aunque para un servidor hayan patinado escandalosamente en la forma de abordar al tema, es complicado defender que el discurso de Frances McDormand no ha hecho historia. Tras esa gala llena de buenas intenciones y reivindicaciones vacías, no podía dejar de pensar en Lost in Translation, una película escrita y dirigida por Sofia Coppola que se llevó en 2003 el Oscar a Mejor Guion Original. Es una obra imprescindible que recomiendo siempre que puedo y, a mi parecer, demuestra mejor la necesidad de igualdad en la industria que soltando chascarrillos o gritando a los cuatro vientos.
Bob (Bill Murray) y Charlotte (Scarlett Johansson) comparten dos cosas: el hotel de Tokyo en el que se hospedan y una crisis aguda. Él es mayor, un actor reconocido venido a menos que lleva casado 25 años y que está allí para hacer un anuncio de whisky, mientras su mujer y sus hijos le esperan en casa; ella es una joven recién casada y graduada en filosofía que no sabe qué hacer con su vida, por lo que decide acompañar a su marido en un viaje de negocios. Son situaciones distintas, casi opuestas: uno está cansado de la vida y la otra tiene miedo de empezarla. Sin embargo, el vacío que sienten se comparte y, poco a poco, les une.
El primer acierto de Lost in Translation es quizá el más importante: el casting de actores. Bill Murray explota todo su perfil, desde su altura a su acentuada vejez, para regalarnos una interpretación tragicómica tan real y espontánea que no parece escrita; bien merecedora del Globo de Oro y el BAFTA a mejor actor que le entregaron. Para Scarlett Johansson, la película significó la transición hacia roles adultos, quizá no por casualidad algo bien parejo a la situación de su propio personaje; también le concedieron un BAFTA a mejor actriz. Ambos intérpretes logran transmitir una sencillez con fondo, tan inocente y divertida como profunda; las escenas compartidas son tan orgánicas que es lógico preguntarse cuánto espacio concedió Sofia Coppola a la improvisación. La simple colisión de dos fisonomías tan dispares genera un lirismo natural que quita el hipo.
El segundo gran acierto de Sofia Coppola es el espacio narrativo. Lost in Translation es uno de los ejemplos más brillantes de convertir el escenario en un personaje, uno que profundiza y desarrolla a los protagonistas. Tokyo y la cultura japonesa tienen tantos o más minutos que los actores: pachinkos, arcades, karaokes, templos, tradiciones, anuncios móviles, carteles luminosos. Abundan las escenas de descubrimiento nocturno, de puro extravío voluntario; junto a la falta de comunicación, es algo que no en vano da nombre a la película. Son dos personas desorientadas en un universo que desconocen. Eso es algo que, a la vez, subraya la crisis por la que están pasando y funciona de alivio temporal: Tokyo hace que sean dos personas todavía más perdidas, pero al mismo tiempo necesitan escapar a esa otra realidad. La capital nipona refleja y acentúa las dos caras de la moneda, el problema y el remedio, con una poética y un tacto fascinantes.
En la tercera temporada de Fargo, la policía Gloria Burgle protagoniza un monólogo interior que bien podría resumir el mensaje, tan trascendente como desolador, que supone la cinta de Sofia Coppola: «We’re just particles. We’re floating out there. We’re moving through space. Nobody knows where we are. And then, every once in a while, bang, we collide. And suddenly, for maybe a minute, we’re real. And then we float off again as if we don’t ever exist».
Porque todos, tarde (Bob) o temprano (Charlotte), necesitamos reposo, una tregua; escapar de la rutina, de la vida.