“I Am Mother”, la crianza y el límite afectivo a manos de un robot
Black Mirror (2011 — actualidad), Chappie (2015), Terminator (1984 — actualidad) y Ex Machina (2014) son parte del sinfín de cintas que nos han enseñado, con el paso de los años, que la inteligencia artificial es capaz de superar con creces nuestras habilidades en casi cualquier aspecto. Y, frente a esto, su rebeldía suele ser un tópico inevitable y fascinante, puesto que si “la máquina” se insubordina es porque “la máquina” realmente funciona exactamente como debería.
En otras palabras: la tecnología se crea para mejorar la vida de las personas. Para garantizar su seguridad, aumentar su bienestar y facilitar los quehaceres diarios de los múltiples rubros existentes. ¿Qué resulta más peligroso para el hombre que él mismo? Si a la máquina le ordenas salvar el planeta, apuntará su pistola de inmediato a su creador y su especie.
El séptimo arte nos cuenta que el fin último es concebir algo que sea más ético, pragmático e inteligente que nosotros, entonces, ¿por qué nos aterra que la lógica alcance a nuestra creación y cave nuestra propia tumba? Esta base argumental sirve como esqueleto para el debut del director australiano, Grant Sputore, con I Am Mother (2019).
Con casi dos horas de duración, el filme nos sitúa en un centro de repoblación, un día después de que la humanidad haya sido extinguida por completo. En ese momento, el droide que luego conoceremos como Madre (voz de Rose Byrne e interpretación física por Luke Hawker), escoge un embrión que terminará siendo la niña que cuidará, educará y criará en un búnker subterráneo que protege a ambas del inhóspito mundo exterior.
Esta reclusión idílica, sin embargo, será transformada por completo cuando una mujer herida llegue a pedir auxilio a la puerta de la instalación. La presencia de la humana (Hilary Swank) hará que Hija (Clara Rugaard) cuestione todas las intenciones y veracidad de su progenitora, quien parece ocultarle la verdad.
En un estilo que delimita entre 10 Cloverfield Lane (2016) y Moon (2009), este thriller de ciencia ficción absorbe muchas ideas de otros lugares ya conocidos por la audiencia, pero termina por reformularlos en algo que tiene su valía propia en el proceso.
La cinta no trata únicamente sobre un ser artificial jugando con una de las cualidades más intrínsecas del ser humano —la maternidad —, sino que también desarrolla el camino hacia la madurez que es desentrañado por una toma de decisiones drástica, la aniquilación del hogar para lograr un futuro y el corazón que tiene la antes mencionada “máquina” más allá del concepto sentimentalista que acostumbramos brindarle.
Siendo todo y nada en simultáneo, la producción no resulta misteriosa, pero sí dinámica. Y es que tiende a pisar los límites entre los recursos excesivamente reciclados del género y la seducción de una trama que esconde mucho talento innato de su elenco.
A su vez, los efectos visuales están a la orden, ahogándonos en una atmósfera similar a un calabozo acogedor, un espacio donde Hija decora con adhesivos infantiles el frío acero de Madre y se acurruca en sus brazos con la melodía de “Baby Mine” de Dumbo. Las mismas cuatro paredes en que deberá escoger entre destruir a su progenitora o desconfiar de las historias de la mujer del exterior.
¿La premisa logra satisfacer? Dependerá del enfoque que el espectador adopte. De buscarse acción, probablemente ésta no sea la película idónea. Tampoco convencerá si se espera un relato denso en que las explicaciones alcancen conceptos altos y estructurados de un futuro distópico. El diseño de los personajes es más bien sencillo. Y, quizá, allí reside su encanto: un ensayo cálido y preocupante sobre la ética habitual (y cómo ésta se destruye en pos del bien mayor).
Siendo oficialmente distribuido por Netflix, el largometraje cuenta con el guión de Michael Lloyd Green y debutó en el festival de Sundance a principios de año.