“Suicide Club”, la intimidad de la muerte
Para la humanidad el suicidio ha llegado a considerarse una pandemia difícil de categorizar, tratar y erradicar. En especial para Japón, nación que continúa siendo arremetida con estadísticas fatídicas y que vive la constante contraposición entre su historia cultural y el tabú que ahora significa este fenómeno para la salud pública.
A comienzos de este siglo, y pocos meses antes de que se estrenara Suicide Club (Jisatsu sâkuru, 2001), el país asiático enfrentaba la muerte de alrededor de 33 mil ciudadanos sólo en ese año, según exhibían reportes de la BBC y la CNN en la época.
Con un antecedente devastador —y luego de perder a un amigo cercano por la misma causa—, el director Sion Sono expuso la herida de su patria y la propia para sumergirnos en una crítica, terapia y posible respuesta a lo que seguramente todos nos hemos preguntado alguna vez: ¿cuánto vale una vida?
Esta interrogante sirve de base para el clásico del cineasta, quien la desarrolla a través una mescolanza de cultura pop decadente, un depravado grupo glam-punk que desea convertirse en leyenda y la policía perdiendo los estribos ante casos que no parecen tener conexión.
El conjunto de sucesos está repleto de simbologías muy propias de la impronta dramática de Sono, así como de verdades entre líneas que encontraremos desde los primeros minutos de la película. Los mismos instantes que se han ganado con creces un espacio en el cine gore, al mostrarnos cómo un grupo de 54 estudiantes de secundaria salta frente a un tren en la estación Shinjuku.
Aquel es sólo el comienzo de la invitación que recibimos como audiencia, con un estilo elegante y que juega con el límite del humor negro, para que elaboremos nuestra propia interpretación sobre lo que serán casi dos horas de producción.
En esa exégesis nace el debate real, más allá del tópico delicado del suicidio y de los litros de sangre que salpicarán nuestra pantalla: ¿existe una visión más correcta que otra sobre lo que quiso decir la película?
Ciertamente, no. Las primeras críticas —muchas de ellas abundantes en sitios como IMBd y Rotten Tomatoes —caen en el paradigma común de considerar a Suicide Club una historia sin pies ni cabeza. Una que está creada en base a agujeros narrativos y que se sirve del impacto provocado por sus violentas escenas.
Otra corriente de opinión asevera que debe apreciarse bajo una perspectiva oriental para comprender el sentido que tiene más allá de la moral religiosa católica y sus derivados. Lo anterior, explicado en que la muerte aquí representaría una catarsis no equivalente al término de la existencia, sino que sólo al de un ciclo (alías, reencarnación). Una forma “válida” de reiniciar la búsqueda con la que cada vida comienza.
“¿Cuál es tu conexión contigo mismo?”
Con esta frase, Sono nos reitera cuánto nos hemos perdido a la hora de identificar lo que realmente importa. Para ello, su herramienta literal es la figura del detective Kuroda —interpretado por el icónico Ryo Ishibashi (Audition, 1999)—, quien debe tocar fondo para caer en cuenta de que ha dirigido su energía, tiempo y atención hacia lo equivocado.
A través de un niño (una sutil metáfora de la sabiduría en su estado más primario), se nos expone que la conexión que tiene Kuroda con los demás es plausible, estado muy distinto a su vínculo consigo mismo como individuo. Aquí la muerte de su familia se transforma en el golpe de realidad que le hace despertar cuando el infante le asegura que “entiende la relación con su esposa e hijos”, pero que eso no es suficiente.
La pregunta del subtítulo, entonces, se reitera. En una suerte de reeducación personal, Kuroda opta por el mismo camino que todos los casos que ha estado investigando: se quita la vida. Y, con esto, se disocia de los valores fundamentales que tanto creía tener.
La película sólo empieza a unir cabos hacia una resolución poética cuando los personajes son enfrentados a su falta de autenticidad —la pérdida del “yo” que habían construido de forma superflua —y a su enajenación involuntaria. El grupo de niños al final del relato también parece confirmarlo de una forma cruel e inquietante, al demostrarnos que la respuesta sólo está en la inocencia más innata y lejos de la corrupción con la que la sociedad y el mundo nos ataca desde que somos jóvenes.
Recibimos el discurso que para volver a lo natural, en ocasiones, hay que hacer una retrospectiva de nuestra esencia como personas. Y que, al encontrar ese núcleo, seremos parte de algo superior a todo lo que conocemos.
En el fondo, si quitamos lo textual descubriremos que esta entrega de Sono es una joya filosófica tremendamente íntima que termina por transmitir un mensaje de esperanza con su última canción y con la decisión de sobrevivir de uno de sus personajes.
¿Consejos para enfrentarse a Suicide Club? Deshacerse de los tapujos sobre la estructura del cine usual, saber que los diálogos también pueden venir de un video musical y, mucho más apremiante, tener en cuenta que el “Club del suicidio” no es realmente el antagonista.