Baby Driver: atracos, persecuciones, amores y música, sobre todo música
Edgar Wright es un autor que no es capaz de trabajar en algo que no le entusiasme. Por eso abandonaría Ant-Man, imagino. Marvel pesa y ata demasiado. El británico siempre ha tratado la comedia más pop, una que no teme esconder sus principales referentes: cine, sí, pero también videojuegos, cómics.
Y por encima de todo, si algo ha caracterizado al director, es un control absoluto de la forma: desde la sitcom Spaced, a la trilogía Cornetto (Shaun of the Dead, Hot Fuzz y The World’s End) o Scott Pilgrim vs. The World. Es quizá el único capaz de crear verdaderas comedias visuales, con filigranas formales que exprimen y expanden el lenguaje del cine. Porque si Edgar Wright nos ha enseñado algo, es que un movimiento de cámara o un montaje ágil es mucho más divertido que el mejor diálogo. Es el equivalente a Satoshi Kon en el cine de animación (Papurika, Perfect Blue, Millenium Actress), pero con más interés en lo cómico. Sus películas tienen un ritmo único, un montaje acelerado pero medido al milímetro. No es de extrañar, conociendo esos intereses y virtudes, que Baby Driver sea su siguiente apuesta: un experimento que convierte ese fascinación y control del ritmo en el eje principal del relato.
Todo en Baby Driver gira alrededor de la música. Esto es, básicamente, porque adoptamos el punto de vista de Baby (Ansel Elgort), un virtuoso del volante y escapista profesional que necesita escuchar su iPod en todo momento para concentrarse y olvidarse de su tinnitus (pitidos en los oídos). Doc (Kevin Spacey), una mente maestra que planifica robos, le está obligando a trabajar en su equipo como conductor, junto a un demente Bats (Jamie Foxx) y una peligrosa pareja de tortolitos, Buddy y Darling (Jon Hamm y Eiza González), entre otros. Al conocer a Débora (Lily James) y comenzar una relación, Baby siente por primera vez que debe abandonar ese “trabajo”. La película narra, al ritmo de su música, cómo Baby trata de escapar de ese universo de delincuencia.
Lo que hace que Baby Driver sea un viaje único, y uno tan disfrutable, es el arte que tiene para inmiscuir la lista de reproducción personal de Baby en la película. No tan solo cuando está a manos de un volante, que también, sino en cada rincón del relato: la relación entre Baby y Débora, por ejemplo, comienza a desarrollarse a causa de la canción Debra, de Beck, que ella tararea, y acaba de explotar con el tema Debora, de T. Rex, cuando ambos la escuchan compartiendo auriculares; las planificaciones de los robos de Doc las intuimos al ritmo de Unsquare Dance, de The Dave Brubeck Quartet, mientras Baby le lee los labios; y qué mejor para un duelo al volante que Brighton Rock, de Queen, el killer track de Baby.
Lo más interesante, sin embargo, es que esa banda sonora funciona a varios niveles. Eso es realmente lo que la diferencia de otras películas de su género y la convierte en algo único, en algo Edgar Wright. El primer nivel es el común en el cine: para acompañar, complementar y subrayar determinados momentos; escuchar un clásico del rock mientras uno escapa de la policía a toda velocidad es algo que eleva el momento. En un segundo nivel, podemos ver cómo funciona como capa narrativa, para desarrollar y describir a Baby: la música es lo que le define como personaje; dime lo que escuchas y te diré quién eres. En un tercer nivel, al escuchar la música de Baby, estamos experimentando el relato no solo desde su punto de vista, sino también desde sus auriculares. Cuando suenan los temas en su iPod de manera diegética (existe realmente en el universo de la película), estamos sintiendo de una manera mucho más cercana lo que percibe nuestro protagonista, y es una idea brillante para romper una barrera y acercarnos a él. Y finalmente, y aquí pienso que está la clave y lo realmente maravilloso: en Baby Driver, el sonido conduce a la imagen. El ritmo externo (montaje, planos) e interno (personajes, lo que sucede en la pantalla) se acompasan con la banda sonora personal de Baby. Estoy hablando de la escena inicial con Bellbottoms o del tiroteo al ritmo de Tequila. Esa armonía entre sonido e imagen hipnotiza, tiene un magnetismo que estimula nuestros sentidos.
La música es una parte fundamental de la película, y funciona de una forma más compleja y profunda de lo habitual. Se agradece, sabiendo eso, que esté tan bien escogida para cumplir en cada uno de los niveles, cosa nada sencilla.
En Baby Driver, Edgar Wright se desvincula un poco de sus obras anteriores y de la comedia a la que nos tiene acostumbrados. Es una decisión que gustará más o menos, pero hay que respetarla. Su última apuesta es menos brillante si buscáis otra comedia visual, pero os va a estimular a lo grande si queréis ver el siguiente paso que toma en ese interés y esa maestría que tiene del montaje. Porque Baby Driver es una película de un género que reconocemos, con personajes poco dimensionados (a excepción de Buddy, Jon Hamm) pero que cumplen su propósito, llena de persecuciones rodadas con una agilidad que asusta. Es una buena carrera, una peli dinámica, con garra. Sin embargo, lo que la hace única y lo que la etiqueta de Edgar Wright es la maestría del ritmo, del montaje, la manera de tratar la música: por cómo eleva momentos clave, por cómo define a su protagonista y nos acerca a él y, sobre todo, por cómo conduce a la imagen. Preparaos para quemar Spotify.