Isla de perros: teatro kabuki, Akira Kurosawa y mucho Wes Anderson

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Jo.

En 2009, Wes Anderson experimentó por primera vez con stop motion en Fantastic Mr. Fox (Fantástico Sr. Fox), adaptando la técnica animada al peculiar estilo que caracteriza toda su filmografía: simetría, buen equilibro entre lo ñoño y el humor negro, Bill Murray, paletas de colores planos, vivos y pasteles y una influencia clara del teatro, entre otras cosas. En Isle of Dogs, el director continúa fiel a su lenguaje, pero perfecciona la técnica y añade algo que desconocíamos: un respeto admirable por la cultura tradicional japonesa y, en especial, por Kurosawa y el teatro kabuki. Su última película no utiliza tan solo las claves niponas a nivel externo y estético, como contexto, sino como base interna sobre la que construir el relato, su ritmo y su estructura narrativa. Y, bueno, también hay un amor incondicional hacia los perros, y quizá un delicioso odio injustificado hacia los gatos.

Mayor Kobayashi, líder del partido mayoritario de Megasaki y amante de los gatos, decreta que todos los perros de dicha prefectura sean exiliados a Trash Island con el objetivo de acabar con la superpoblación y la fiebre que les azota. Atari, un niño de 12 años criado bajo la tutela de Kobayashi, decide volar a la isla para encontrar a Spots, su fiel canino guardaespaldas. Cuando cinco perros de Trash Island deciden ayudar a Atari a localizar a su amigo, comienza una aventura épica en busca del séptimo samurái.

Fuente: benningtonbanner.com

Ha.

Isle of Dogs se tiene que comprender como una reverencia a diferentes niveles de la cultura tradicional japonesa. Por una parte, en su capa externa. El contexto, la estética y la narración recrean meticulosamente los tropos nipones más reconocidos: desde los sumos, los haikus (poema breve), las pinturas de Hokusai o la apertura y el cierre con wadaikos (tambores tradicionales). La película también está cargada de guiños a través de los nombres de los personajes: el protagonista, Atari (compañía de videojuegos seminal, Pong, Pac-man), el villano, Kobayashi (Masaki Kobayashi, director de cine con obras como The Human Condition (1959-1961) o Harakiri (1962)), el líder de la oposición, Watanabe (Shinichirô Watanabe, director de animación de Cowboy Bebop (1998) o Samurai Champloo (2004)). El propio lenguaje japonés es un elemento fundamental, y Alexandre Desplat se encarga de componer con instrumentos tradicionales. La celebración cultural es amplia y no se esconde en ningún momento.

Por otra parte, Isle of Dogs también traslada ese respeto cultural a un nivel interno. La película recoge la estructura y el ritmo del teatro kabuki, un arte dividido en cinco actos que posee una introducción extensa, seguida de una escala de conflictos y un cierre breve y satisfactorio. Ese ritmo se sigue al pie de la letra, y es algo que hay que aplaudir, tanto por reivindicar un arte desconocido en Occidente como por la maestría a la hora de adaptar un compás que puede resultar incómodo; notaréis una extensión de nuestro “primer acto”, así como una reducción hasta lo anecdótico del cierre, pero es algo completamente voluntario.

Tampoco faltan los referentes cinematográficos, en especial el de Shichinin no Samurai (Los siete samuráis, 1954). Los seis guerreros buscan al séptimo del grupo, y pelean también por un pueblo indefenso, esta vez habitado por perros; la semejanza entre Chief, el perro callejero y salvaje de la manada, y Kikuchiyo, el samurái feroz y desobediente interpretado por el mítico Toshiro Mifune, es una delicia; el propio Atari reproduce en su radio el himno épico de la película clásica mientras los perros escuchan sentados, con el objetivo de motivarles y crear la sensación de hermandad. El amor a Kusosawa también se extiende al movimiento del viento, logradísimo en el pelaje de los perros y el entorno, o al montaje épico que convierte una pelea canina en un pausado duelo samurái.

Dejando atrás ese amor a la cultura japonesa, Isle of Dogs también tiene otros méritos. El espectador ve la historia a través de los perros, interpretados por actores de la talla de Bryan Cranston, Edward Norton, Scarlett Johansson, Bill Murray (no podía faltar) o Bob Balaban. Wes Anderson utiliza un recurso muy inteligente para que tomemos ese punto de vista: los perros hablan nuestro idioma, mientras los personajes humanos, a excepción de Tracy Walker (Greta Gerwig), se comunican en japonés (sin subtítulos). Ese juego con el lenguaje es todo un acierto, pues no sirve tan solo para convertirnos en uno más de la manada, sino también para reforzar la inmersión en un contexto cultural que desconocemos.

El equipo también ha perfeccionado el stop motion desde Fantastic Mr. Fox. Isle of Dogs es capaz de hipnotizarnos con los precisos movimientos de un cocinero preparando sushi, pero también se atreve a utilizar códigos sacados directamente del lenguaje más clásico del medio, como las peleas de los perros convertidas en una nube de tortas. Esa combinación de estilos, además, vuelve a reforzar el punto de vista: los perros están representados de una manera hiperrealista e hiperdetallada, mientras los humanos muestran una plasticidad voluntaria. Es otro detalle que vuelve a separar ambos mundos. La técnica, por lo tanto, está al servicio de la narración, y deambula desde lo más realista, detallado y fluido (insisto, hipnótico), hasta lo más cartoon. En general, sin embargo, hay una atención casi enfermiza a todos los elementos en pantalla, no tan solo en los personajes sino en las maquetas, y es un verdadero lujo cuando esas capas se combinan con los inteligentes movimientos de cámara a los que nos tiene acostumbrados el director. El trabajo de artesanía es de aplaudir, y todavía más sus intenciones y la manera en que se aprovecha.

Fuente: Dezeen.com

Kyû.

Isle of Dogs es una obra monumental, una que continúa construyendo un estilo autoral que reconocemos, pero esta vez adaptado a un contexto cultural que moldea y transforma todo el conjunto. Es, también, otro referente instantáneo del stop motion. Wes Anderson no tan solo ha recreado estética y formalmente los elementos de la cultura tradicional japonesa y reverenciado a los referentes que adora, no cayendo en la anécdota sino atreviéndose a profundizar en el ritmo y la estructura narrativa, sino que lo ha sabido hacer sin abandonar el estilo propio que le definen como autor y, además, perfeccionando con creces una técnica que requiere maestría y destreza.