Festival Internacional de Cine de Toronto: lo que vimos el cuarto día
22 July (Paul Greengrass)
Paul Greengrass sabe cómo unir cine y periodismo. Bloody Sunday (2002) es prueba de ello, y trabajos posteriores como Captain Phillips (2013) nos siguen recordando el dominio que tiene sobre un estilo documental, nervioso y cercano. Su última película, 22 July, se sitúa en Noruega esa fecha, en el año 2011, día en el que el terrorista de ultraderecha Anders Behring Breivik (Anders Danielsen Lie) colocó un coche bomba en Oslo y, aprovechando el caos posterior, asesinó a 69 estudiantes de familias políticas en la isla de Utøya. Su objetivo era lanzar un mensaje en contra de las políticas de inmigración del país.
El ataque tan solo se extienden durante el primer acto, y sabemos en todo momento lo que está por llegar; mientras vemos a los estudiantes llegar al campamento de verano en Utøya, un montaje paralelo nos deja entrever cómo Breivik fabrica los explosivos, coloca el coche bomba y, en general, planifica el atentado. Una vez llega a la isla, las imágenes son espeluznantes: un solo hombre armado cazando uno a uno a todos los estudiantes que puede antes de entregarse a la policía. Una masacre a contrarreloj. Es un primer acto brillante, cargado de tensión y con un buen tacto entre el realismo y lo escandaloso.
Y es a partir de ese momento cuando la narración pasa a centrarse en su principal cometido: contar el proceso de recuperación de las víctimas (a través de una concreta Viljar Hanssen) y, a una escala mayor, la del propio país. Es interesante la idea de mostrar cómo una nación afronta el terror y trata de evitar la propaganda y el reclutamiento que pueden derivar de un acto semejante, más sabiendo que es una ideología en pleno resurgimiento en Europa. También funcionan las escenas que envuelven al terrorista, logrando crear a un monstruo que sabe lo que está haciendo en todo momento, algo que asusta. No obstante, tras un primer acto brillante, los dos siguientes deambulan entre política, periodismo y drama, y la maestría que Paul Greengrass tiene para narrar acción se transforma en algo demasiado mecánico e insípido.
Can You Ever Forgive Me? (Marielle Heller)
Tras una larga carrera haciendo comedia a sus espaldas (incluso nominada al Oscar por ello), Melissa McCarthy brilla en este relato biográfico de Lee Israel, una escritora miserable que comenzó a falsificar cartas de escritores famosos para poder pagar las facturas y, de esas experiencias, escribió su libro más famoso. Una tragicomedia que también asienta a Marielle Heller como una directora a seguir.
Can You Ever Forgive Me? funciona como comedia gracias a Melissa McCarthy, quien logra transmitir el estereotipo de la “loca de los gatos”, una mujer alcohólica, gruñona y antisocial con una cantidad importante de excremento de gato bajo su cama. A su vez, la película acierta como drama por tratar temas como la soledad, el estancamiento creativo o la dificultad de pagar las facturas si no quieres escribir lo que te mandan. Ese contrapunto dimensiona al personaje y lo hace más humano, evocando ternura y dándonos hueco para empatizar. También es crucial Jack (Richard. E. Grant), un compañero de copas y tragedias todavía más perdido en la vida que Lee. La relación desvergonzada que se crea entre ellos dos desborda química y es fundamental.
Marielle Heller sabe cómo equilibrar los diferentes tonos, creando una obra inteligente y disfrutable: Can You Ever Forgive Me? es profunda pero no desborda; tierna pero no molesta.
If Beale Street Could Talk (Barry Jenkins)
Probablemente la premiere mundial más esperada del Festival Internacional de Cine de Toronto no era otra que la nueva película del director detrás de una de las últimas ganadoras del Oscar (lo siento por el recordatorio, fans de La La Land). Barry Jenkins y el reparto de actores subieron al escenario tras una gran ovación, y el cineasta explicó que comenzó a escribir el guion de If Beale Street Could Talk al mismo tiempo que Moonlight (2016). Al ser un proyecto más ambicioso, necesitó esperar a tener el presupuesto suficiente, algo que logró tras el reconocimiento de la academia. If Beale Street Could Talk también supone la primera adaptación a la gran pantalla de la novela homónima de James Baldwin, novelista americano que criticó y reflexionó alrededor de la situación social de los afroamericanos. El resultado que logra Jenkins no podría ser más poderoso; tanto, que incluso los actores presentes en la premiere se quedaron sin palabras.
Tish (KiKi Layne) y Alonzo (Stephan James) son una joven pareja de recién casados que esperan su primer hijo, pero la relación se ve atormentada cuando él es acusado, injustamente, de un delito de violación. Tish y su familia se ven envueltos en laberintos legales y en un sistema parcial, además de una ausencia absoluta de apoyo por parte de la familia de Alonzo. El relato adquiere desde el primer momento una estructura no lineal, viajando constantemente a momentos mejores en los que la pareja logra transmitir un huracán emocional tremendo.
Barry Jenkins consigue filmar cada escena con una poética y un lirismo fascinantes. Algo que no podría conseguir sin la ayuda de un reparto que borda cada pequeño detalle y llena cada rincón de la pantalla; miradas, gestos, silencios. Todo lo aparentemente insignificante se vuelve sustancial. Es difícil creer que este supone el debut de KiKi Layne en el cine, pero así es; Regina King también da lo mejor de sí para evocar a esa madre exigente que, sin embargo, es capaz de sacrificar todo por su hija; e incluso secundarios como Daniel (Bryan Tyree Henry), con una sola escena, logran brillar durante toda la película. La banda sonora compuesta por Nicholas Britell, definida por el director como “una base de jazz cargada de chelos” impulsa esa energía todavía más.
If Beale Street Could Talk trata de manera profunda la rabia e impotencia tan presentes en la novela, plasmando humanamente temas como el abuso policial o la parcialidad del sistema: una humilde cena entre viejos amigos se transforma en una reivindicación emotiva de las injusticias y los miedos que sufre esa minoría. Sin embargo, es el amor de la pareja protagonista lo que rebosa y arrasa por encima de todo. Es una celebración de la vida, por encima del dolor.
Barry Jenkins y su equipo se llevaron otra larga ovación tras la proyección. Es difícil no ver a If Beale Street Could Talk como una de las favoritas del festival canadiense.
Climax (Gaspar Noé)
En el Festival Internacional de Cine de Toronto existe una programación llamada Midnight Madness. Son sesiones nocturnas con películas para pasar un buen rato: cosas cercanas a lo gore y serie b, aunque también se pueden encontrar películas de acción o cine alejado de lo estándar. Todos sabíamos que el nuevo trabajo de Gaspar Noé encajaría perfectamente en ese ambiente, y así fue. Entré a ver Climax a las 00 de la noche y salí a la 1:35 la de madrugada con la sensación de haber vivido una pesadilla lúcida. Todavía sigo con resaca y, a la vez, algo de miedo.
El director francés que nos superó con Enter the Void (2009) nos vuelve a dejar en shock. La premisa es bien sencilla: a mediados de los años 90, un grupo de 20 jóvenes bailarines se apuntan a un ensayo intensivo de varios días con una coreógrafa reconocida. Al acabar el curso, lo celebran con una fiesta privada y, poco a poco, empiezan a perder el control. Cuando se dan cuenta de que alguien ha puesto droga en las bebidas, ya es demasiado tarde. Sus cuerpos no responden y sus mentes han entrado en un túnel sensorial tan disfrutable como peligroso.
La primera escena de Climax son una serie de entrevistas a todos y cada uno de los bailarines, lo que permite que conozcamos un poco sus inquietudes y sus miedos, sentimientos que se desarrollarán más adelante. Si algo marca bien el tono y el estilo, sin embargo, es la escena posterior: un baile noventero en un largo plano secuencia al ritmo de Supernature, de Cerrone. Gaspar Noé consigue mover la cámara lo justo y necesario para hipnotizar con el movimiento interno, logrando que acabemos observando la pantalla sin pestañear y con la boca abierta, meneando el cuello y las piernas inconscientemente.
Tras ese momento de disfrute, la fiesta se empieza a transformar, poco a poco, en un viaje a los infiernos. Es un cambio gradual pero imparable que nos fuerza a preguntarnos, en cada escalón, qué puede ocurrir después. Las situaciones comienzan a ser más caóticas, más demenciales, mientras la cámara persiste en secuencia bailando con un personaje y otro, la música retumbando sin pausa y la iluminación retratando más y más la peor pesadilla. Y no para. La experiencia sigue avanzando con el puro descontrol del cuerpo, las paranoias de mentes trastornadas. Y sigue sin parar, in crescendo. Y llega el clímax de Climax: la cámara emprende viajes a mundos que desconocemos, girando sobre su eje para poner el universo del revés, entre gritos y auxilios, evocando lo más parecido al averno.