“La crónica francesa” (2021): la dulce añoranza al pasado

Arthur Howitzer Jr. es el editor de The French Dispatch, un periódico estadounidense ubicado en Francia a mediados del siglo XX. Tras fallecer de un paro cardíaco, sus principales redactores se reúnen para armar una última edición que compila diversos artículos antiguos junto a un obituario. El arte, la política y la comida estarán presentes en estos relatos marcados por ecos del pasado.
Hoy en día, el cine comercial privilegia el gran despliegue de espectáculo por encima de narrativas más “terrenales”. El gusto por contar historias parece estar perdiendo terreno en la gran pantalla, con contadas excepciones de autores que manejan grandes presupuestos. No obstante, incluso ellos optan más por su propia versión de espectacularidad que por una narración pura (léase Christopher Nolan o Denis Villeneuve). Esta tendencia se manifiesta también en otros medios, no solo de entretenimiento, sino informativos, donde la impronta personal de los autores ya no es tan visible.

Wes Anderson nunca ha destacado por tener guiones espectaculares. Muchas veces estos son apenas correctos, siendo su meticuloso estilo visual lo que realmente resalta y encanta. Sin embargo, su gusto por narrar historias ha estado siempre presente, con una clara fascinación por los relatos de aventura, ya sea a gran escala o en escenarios más cotidianos. Es ahora, en La crónica francesa (The French Dispatch), donde el cineasta le declara todo su amor al arte de contar historias.
Y esta pasión la transmite con claridad a través de los protagonistas de cada uno de los segmentos. Cada historia tiene un narrador que, además, participa en lo que ocurre, lo que permite que la combinación de palabra e imagen cobre una forma muy particular. Esto va de menos a más a medida que avanza el metraje —como si uno estuviera leyendo el propio boletín— y deja entrever los intereses personales de Anderson. La labor periodística, al igual que la cinematográfica, ha ido perdiendo esa voz distintiva de autor en favor de la masificación. En esta cinta se siente que cada historia es buscada con verdadera devoción.
Pese a sus diferencias, todos los relatos comparten un eje común: una mirada nostálgica a tiempos que ya pasaron. Esa sensación se refuerza aún más con la muerte del editor, que convierte esa añoranza en una melancolía por momentos amarga. Pero, como dice el letrero de su oficina, no es momento de llorar, porque la diversión aguarda. Las situaciones en las que se ven envueltos los simpáticos personajes provocan enredos divertidos que reflejan el refinamiento del humor tan característico del director.

Las actuaciones merecen una mención aparte. El manejo de un elenco tan descomunal de actores y actrices de renombre está muy bien resuelto, y el hecho de que muchos aparezcan en papeles pequeños resalta la importancia del trabajo colectivo por encima de las individualidades. Casi todos tienen su momento para brillar, especialmente Benicio del Toro, Adrien Brody, Tilda Swinton y Jeffrey Wright, quienes —personalmente— se llevan todas las palmas. En ellos se captura mejor la profundidad narrativa y el humor de la cinta.
El apartado visual es una delicia. Todas las manías de Anderson con la escenografía, la cámara y los colores se elevan a su máxima potencia. Es aquí donde se evidencia con claridad la exigencia por lograr que cada plano esté perfectamente compuesto y planificado hasta el más mínimo detalle. A esto se suma un abanico de recursos formales —incluida la animación— que tienen como fin entregar un trabajo visualmente impecable, capaz de abrumar en pantalla grande.

Sin embargo, de esta misma apuesta visual derivan los dos principales problemas de la película. El primero es que, al prestar tanta atención a los detalles formales, se corre el riesgo de distraer al espectador de lo que realmente se está contando. Esto se percibe con mayor fuerza en el segmento protagonizado por Frances McDormand, el más débil del conjunto, por sentirse excesivamente largo y con un cierre apresurado. El segundo problema está ligado a la estructura antológica del filme. De haber sido concebido como una gran aventura al estilo de El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), una narración entrelazada le habría funcionado mucho mejor.
En conclusión, La crónica francesa es una buena película en la que Wes Anderson recompensa a sus seguidores de años. Objetivamente, es su mayor logro técnico, con todo lo bueno y malo que eso conlleva. Pero, más allá de lo formal, resulta disfrutable por cómo combina ese despliegue visual con una narrativa que explora distintos géneros con auténtico entusiasmo. Sin ser su mejor trabajo, es reconfortante ver que un autor como él aún le otorga valor a esos viejos principios narrativos que parecen haberse quedado atrás.