«Los Lobos»: el rescate de la inocencia
Mientras sus pequeños lobeznos aguardan impacientemente en su madriguera, Lucía (Martha Reyes Arias) debe internarse en un territorio hostil y desconocido para traer el sustento. Como si de una verdadera manada se tratase, estos personajes solo se tienen los unos a los otros; cualquier sujeto ajeno representa una potencial amenaza.
En Los Lobos (2019), del director mexicano Samuel Kishi, la unión familiar representa la única manera de sobrevivir a, en este caso, las complicaciones que supone el sueño americano.
Recién llegada de México con la esperanza de hacer una nueva vida en Estados Unidos, Lucía pronto se da cuenta de que no será nada sencillo. Su aspiración conlleva un mayor grado de dificultad al traer consigo a sus dos hijos: Max (Maximiliano Nájar) y Leo (Leonardo Nájar), quienes piensan que se dirigen a Disneylandia.
Después de conseguir una pocilga para dejarlos mientras busca trabajo, Lucía comienza a construir su propio sueño, aunque inicialmente se trate de una pesadilla. Al mismo tiempo, Max y Leo aguardan todos los días a que llegue su madre; pero su aburrimiento pronto los lleva a embarcarse a su propia aventura.
Inspirado en sus propias vivencias como migrante cuando era niño, Kishi se vale de la inocencia, la esperanza y el amor para desarrollar este tierno relato sobre las dificultades de la emigración. Ganadora de distintos premios en los festivales de Berlín y Guanajuato este año, Los Lobos recupera lo que distintas películas que abordan el mismo tema han hecho por muchísimo tiempo; sin embargo, el toque personal, varios recursos visuales y una mezcla de lo decadente con lo esperanzador hacen de esta obra algo ciertamente valioso.
Si bien la decisión de Lucía de “irse para el otro lado” pone los sucesos en movimiento, esta cinta pertenece a sus hijos. Como el núcleo de la historia, Max y Leo invitan al espectador al pequeño mundo que construyen en el departamento que les han conseguido. Ahí, los pequeños tienen que ingeniarse la manera de pasar el tiempo, aunque cumpliendo siempre con las reglas impuestas por Lucía.
A través de su inocencia, Kishi crea un escaparate para tan angustiosa situación, así como una posibilidad de encontrar la felicidad aun en las peores dificultades. Por supuesto, la química de los hermanos Nájar resulta fundamental para involucrarnos en las peripecias de los niños. El trabajo de casting ha dado justo en el blanco.
Sin embargo, este mundo no está cimentado del todo en la fantasía y en la nobleza. Conforme avanza la cinta, distintas pistas sobre el pasado de la familia comienzan a surgir. El abandono y una posible pérdida han marcado a Lucía y a los suyos. Como único soporte para los chicos y afectada igualmente por estos sucesos, la madre busca mirar hacia adelante y dejar todo atrás, pero sabe que los recuerdos y el aferrarse a la esperanza son una manera más de alimentar el espíritu de sus hijos.
Aunado a ello, Kishi incorpora varios personajes secundarios que, en un comienzo, subrayan la necesidad de que la manada se mantenga unida. La señora Chang (Cici Lau), interesada solo en el dinero, y Kevin (Kevin Medina), un problemático niño, le recuerdan a Lucía que nadie dudará en aprovecharse de su miseria. Pero, más adelante, Kishi también dispone de ellos para ofrecerles una oportunidad de mostrar su lado más bondadoso.
Todo lo anterior, invariablemente, nos remite a un cuento de hadas en el que el final se puede entrever a kilómetros de distancia. Por momentos, el director se acerca peligrosamente al límite que separa su obra del melodrama. Una de las tragedias puntuales que vive la familia y todo lo concerniente a una inmigrante luchando por hacer realidad el sueño americano nos internan en el territorio del cliché; afortunadamente, la mezcla de un estilo documental y una técnica de animación muy singular significa un contraste muy evidente, el cual pone cara a cara el mundo fantástico de los niños con la crudeza que yace ahí afuera. Incluso en las escenas donde los dibujos de los niños cobran vida nos encontramos con instantes de una incontestable oscuridad. De nuevo, la única forma de afrontarla es reforzando el lazo familiar.
Los Lobos guarda muchas similitudes más que obvias con El Proyecto Florida (The Florida Project, 2017). En ambas, la trama se desarrolla en un pequeño conjunto habitacional, en el cual conviven lo peor y lo mejor de un sector poco favorecido. Que los protagonistas deseen con todas sus fuerzas ir a Disney enmarca la pureza que se resiste a los embates de la decadencia.
Y claro, la distinta resolución acerca del hipotético viaje al “lugar más feliz de la Tierra” que ambas presentan nos muestra una diferencia de perspectivas. Mientras que Kishi ofrece una alternativa más que una resignación, Sean Baker opta por algo más ambiguo. Ya sea una promesa cumplida o un sueño producto de la imaginación, la sensación de satisfacción y triunfo resulta inevitable.
“Ustedes son lobos. Los lobos son fuertes. Los lobos no lloran”, les dice Lucía a sus hijos a través de uno de las pocas pertenencias que llevan consigo: una grabadora. El instrumento, como una extensión de la madre para educarlos y entretenerlos, alberga tanto un triste pasado como el recuerdo de tiempos mejores.
Evocando su propia experiencia, Kishi nos regala una conmovedora historia que enmarca la desdicha de cientos de miles de familias, cuya entereza es puesta a prueba cuando salen en busca de algo tan poco seguro como el sueño americano.