“El mundo de Kanako”, la maldad disfrazada de víctima
¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar para encontrar a un familiar desaparecido? El horror que suele traer dicha búsqueda se ha desarrollado hasta el cansancio en distintos exponentes del séptimo arte. Un suceso al que estamos más cercanos que ajenos y que, lamentablemente, llena cada día más titulares en los medios de comunicación.
Cuando nos enfrentamos al extravío de una hija de súbito, apreciamos la reacción desesperada de un padre o madre que se sacrifica de forma incondicional por recuperarla. Muestras de esto son la trilogía icónica de Búsqueda implacable (Taken, 2008-2014), la tensa Plan de vuelo (Flightplan, 2005), la conmovedora Desde mi cielo (The Lovely Bones, 2009) o la extenuante Justicia para Natalee (Justice for Natalee Holloway, 2011).
La angustia que produce no saber qué daños le ocasionarán al ser querido, suele ser la principal causa para que todo se arriesgue sin importar el precio. Sin embargo, ¿qué pasaría si nuestro apuro es impedir que otra persona asesine a nuestra hija antes de que nosotros mismos podamos hacerlo?
Con esta paradójica primicia, Tetsuya Nakashima nos entrega El mundo de Kanako (Kawaki, 2014). Una propuesta ambiciosa que pudo recurrir a la idiosincrasia simplista japonesa de “menos es más”, pero que optó por retarnos como espectadores ante secuencias dignas de un estómago y mente tolerantes.
Basada en la novela Neverending Thirst (Hateshinaki Kawaki, 2005) de Akio Fukamachi, el filme presenta al ex detective Fujishima Akikazu (Kôji Yakusho), un alcohólico que perdió su empleo y a su familia por sus bruscos hábitos. De entrada recibimos a un antihéroe —un bastardo en toda regla —, del tipo que no duda en estrellar su auto contra otro en que se encuentra su mujer siéndole infiel; del tipo que se llena de narcóticos junto a copas en grasosos sucuchos de comida al paso; del tipo que vomita en callejones húmedos gritándole al transeúnte que encuentre.
En medio de su insípida existencia, esta simpatía de hombre recibe la llamada de su distante esposa, quien en un tono exasperante le pregunta por la hija de ambos que ha estado ausente durante casi una semana.
Con un nuevo propósito de existencia, Akikazu emprende entonces la cacería de Kanako.
Lo llamamos cacería porque, debajo de la idealizada imagen que Kanako expone al mundo, paulatinamente notaremos que no es más que un lobo vestido de cordero que manipula a los que están a su alrededor a conveniencia propia. Y, porque en esta dualidad de sentimientos que se nos exponen en los primeros instantes del largometraje —el intercalado entre “te amo” y “te voy a matar” —, Akikazu exhibirá su móvil de por qué desea encontrar a su hija con tanto ahínco (y aquí hace la diferencia con las películas nombradas al comienzo del artículo).
La alumna intachable y obsesión de todo el que la conozca, pronto hará que su progenitor se vea involucrado en asesinatos e investigaciones policiales que la tienen de protagonista en un universo que se perfila cada vez más sórdido y macabro.
Un conjunto de escenarios repletos de depredadores que, al mostrarnos rastros de sus historias, se revelarán como víctimas de la soledad y de sus circunstancias. Aún así, no nos hacen empatizar con ellos. En ese punto recae uno de los factores anti-narrativos opuesto al cine convencional: ninguno de los personajes nos llama a identificarnos, ni siquiera nos permiten tenerles consideración o sentirnos apenados por sus vivencias.
Para ejemplificar tenemos nuevamente a Akikazu, quien además de ser bruto, salvaje y egoísta, nos termina asqueando por su condescendencia y la forma en que oprime a los demás sin tomar en cuenta que comete peores faltas y es igual —o más despreciable —que la gente que tanto odia. El resto del elenco, a su vez, cumple con el proverbio de “uno cosecha lo que siembra”.
Puede que por este punto la audiencia considere la historia banal, al no ofrecernos una conexión real ni catártica. No obstante, esta innovación por parte del director se explica en que desea darnos una lección con la poética macro de la cinta más que con sus elementos por separado.
Con esta base, la atmósfera nihilista eventualmente pareciera anular el dramatismo del filme y devorar los puntos que la producción gana en cuanto a guión, actuación y fotografía. Aun así, al afrontar su ritmo vigoroso y demente —digno del pulp y la onda retro de los 70 —, El mundo de Kanako nos deja un mensaje esquizofrénico y cruel de cómo la decadencia yace más cerca de lo que creemos y que, muchas veces, es algo que reprimimos internamente a diario.
Un conflicto generacional que Nakashima está habituado a trabajar y que viene de los ecos de su Confessions (Kokuhaku, 2010), donde reproduce la misma sociedad cínica y enfermiza que contiene pinceladas siniestras de jóvenes destructivos que se entregan, sin pensarlo, a monstruos que suelen verse como mártires que los sacarán de su situación (alías, Kanako).
El fantasma de la ultraviolencia
La noción angelical de Kanako es el núcleo de la profanación física, espiritual y emocional. La interrupción abrupta de la persona con su entorno carente de alma. La disociación de los afectos en capas y capas que cubren la maldad inherente del ser humano.
Cada pared que se derrumba cerca de la joven, es otro golpe de desesperanza para quienes la rodean; los mismos testigos que irán construyendo su retrato en un mar de drogas y prostitución. Todos los hilos se jalan alrededor de su figura, relatos que pretenden justificar la vorágine de sangre que nos atacará durante casi toda la película.
Pero, ¿quién es realmente Kanako? ¿Una excusa para no confrontar nuestros propios demonios? ¿La violencia innata que poseemos? ¿Un sinsentido entre lo que realmente somos y lo que no queremos que nadie vea?
Puede que todo eso y mucho más. Un caleidoscopio de cómo vivimos el abandono, misma dolencia que experimentan todos los personajes. Cada miserable que conoce a Kanako anhela lo habitual: cuidado, amor, respeto y reconocimiento. La protagonista abusa a destajo de esa necesidad, engañándolos y dejando que toquen fondo al ignorar su real naturaleza.
O, como menciona una de las afectadas, al asegurar que “(Kanako) le dice a la gente lo que quiere oír y después les arruina la vida”. ¿No será, entonces, la personificación de la mentira con la que nos reconfortamos a diario frente a un mundo que poco comprendemos y nos hace sentir pequeños?
Quizá con la película el cineasta quiso obligarnos a distinguir al elefante dentro de la habitación. Un llamado que enfatiza con una cita del poeta Jean Cocteau: “una época sólo será confusa para un alma que ya está confusa”.