Odisea en el espacio, a 50 años de su estreno: más que un clásico
2001: Odisea en el espacio es uno de los filmes imprescindibles en la filmoteca de los aficionados al séptimo arte; una de las mejores en toda la carrera de Kubrick, y una de las que más han influenciado el desarrollo del género de la ciencia ficción. El día de hoy cumple 50 años de haberse estrenado, y un rápido escrutinio a su hechura puede constatar que la película ha envejecido bien.
La ciencia ficción es un género difícil de definir: por lo común, sus temas centrales son: el desarrollo tecnológico y la relación que éste guarda con el ser humano; el impacto que tiene en su vida inmediata, pero también en su vida interior. La serie Black Mirror es un buen ejemplo: en ella, los avances de la tecnología son como un telón de fondo, lo principal son las relaciones que se entretejen a nivel humano, gracias a ese avance.
Pero hay otro tema del género que se trata con mucho menor concurrencia: el impacto que significaría el encuentro con una inteligencia no humana. La novela Solaris, de Stanislav Lem, es quizá la obra que ha logrado ilustrar ello con mayor contundencia. Ha sido adaptada tres veces al cine: una por Nicolai Nirenburg, en 1968; por Andrei Tarkovski, en 1972; y por Soderbergh en 2002.
Aunque las tres tuvieron resultados muy diferentes, Solaris ayudó a llevar lenguaje cinematográfico una reflexión importante, hasta antes ilustrada de forma caricaturesca: el encuentro extraterrestre no sería con seres humanoides, sino contra una inteligencia imposible de comprender, y, por tanto, incapaz de comunicarse con nosotros.
Fue este precisamente el consejo que le dio Carl Sagan a Kubrick y a Arthur C. Clarke cuando se encontraban preparando el guión y la novela de Space Odissey: “no retraten la vida extraterrestre con rasgos humanoides; no es nada de eso: sugieran, mejor, la presencia de una súper inteligencia, en lugar de mostrarla”.
¿Acaso no es el monolito la efigie de esa súper inteligencia? En opinión de quien esto escribe, es precisamente éste el rasgo más contundente y contemporáneo de Space Odissey: la imposible comunicación entre los homínidos, los seres humanos, y el monolito que representa esa inteligencia superior, que, en opinión de los expertos, es una herramienta construida por una raza extraterrestre que evolucionó de cuerpos orgánicos, a biomecánicos, hasta la energía pura.
La relación que guardan el doctor David Bowman con HAL9000 es otro elemento que le añade profundidad al film, y un importante guiño a los espectadores: ese encontronazo de dos inteligencias es insalvable: como el hombre con la máquina, como el homínido con el monolito, como el hueso con la carne.
Este juego de paralelismos es llevado con maestría por la lente de Kubrick: no sólo los temas con las imágenes van conectados, sino la música también. El movimiento estelar, el de las naves planetarias, está orquestado en el universo kubriquiano por obras musicales cumbres de la humanidad: entre ellas, la ya famosa Also Sprach Zarathustra, de Richard Strauss, adaptado de la obra lírica del mismo nombre de Nietzsche. Como si dos mundos aparentemente disímiles estuvieran por fin juntos.
Space Odissey es una obra maestra en tantos y tantos niveles, que sus críticos dijeron con razón que “había convertido al cine de ciencia ficción en algo obsoleto”: y cómo no, si décadas antes de que el debate sobre inteligencia artificial llegara a la agenda internacional, Kubrick ya lo retrataba en esta película.
En 1968 había dos potencias continentales luchando por llegar a la luna; y en el cine, la vida extraterrestre tenía la forma de E.T de Spielberg. Kubrick, en cambio, representa monolitos extraterrestres, agujeros de gusano y universos paralelos. Se trata, más que de un filme de ciencia ficción, de una reflexión profunda sobre el lugar que ocupa el ser humano en el universo, una puesta en perspectiva, que no habían logrado ninguno de los cineastas contemporáneos de Kubrick.
Filmes como Interstellar (2014) de Christopher Nolan y The Arrival, de Villeneuve deben mucho al monilito de Stanley. Nolan filmó la suya con 165 millones; Kubrick con 12 millones y le valió cuatro nominaciones al Óscar: mejor director, mejor guion original, mejor dirección de arte y mejores efectos visuales. Ganó en ésta última categoría, igual que Interstellar.
Este paralelismo es importante subrayarlo, pues ya es sabido que Kubrick echó la casa por la ventana para lograr sus efectos visuales: en muchas de las tomas interiores del Discovery se utilizaron sets rotativos; en las tomas de gravedad cero, se utilizaron cables que suspendían al actor. La cámara, al estar debajo de él, no captaba los cables y daba una impresión muy realista.
Estos mismos ardides son utilizados por los directores de hoy, de tal modo que la Space Odissey de Kubrick es más que un clásico cinematográfico: se trata de una huella fundacional que sostiene en gran medida al cine que se hace en la actualidad.