Pájaros de Verano: de las mujeres wayuu y la marimba

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Las aves y los sueños pueden ser premonitorios. En Pájaros de Verano (2018) esto es fundamental. En un clan de la etnia wayuu en La Guajira, Zaida, una joven mujer, sueña sobrecogedoras escenas y su madre, Úrsula, interpreta sus relatos. Estos le ayudan a tomar las decisiones vinculantes en el bienestar de su grupo familiar que, como pueblo originario, tiene tradiciones ancestrales ligadas a poderes espirituales e invisibles.

Luego de que él pagase una importante dote, los decisores de los Pushaina aceptan que Raphayet, un hombre wayuu que se gana la vida trabajando con alijunas (personas no indígenas), se una a Zaida. Juntos empiezan a formar una familia. El nuevo integrante del clan se había adentrado a un negocio inusitado que le permitió reunir lo necesario para la dote en tiempo récord.

Y si hablamos de la Colombia de los 70-80 está claro que hablamos del narco. La bonanza marimbera, como se le denominó al boom de la exportación de marihuana a Estados Unidos de entre 1975 y 1985, llegó a tierras guajiras y la muerte vino de la mano del gran volumen de dinero que trajo a la región.

Una película de mujeres

La historia que cuentan Ciro Guerra y Cristina Gallego, codirectores de Pájaros de Verano, es la unión de muchas historias reales que durante una investigación antropológica encontraron en la ancestral y desértica zona colombiana. A través de imágenes poderosas y de un ingenioso tratamiento de los relatos, la pareja de cineastas presenta una obra de arte que retrata una realidad histórica. El resultado final es digno de gran reconocimiento.

Más allá del desarrollo de los personajes, que cultural y humanamente es muy interesante, la belleza de Pájaros de Verano radica en la novedosa forma de contar lo mil veces contado. Para ello usan una óptica femenina, nunca antes usada para narrar el auge y caída de los pueblos indígenas ligados al narcotráfico. 

Es por eso que en el film continuamente se destacan los momentos en los que por acción u omisión; por palabra o por silencio; las mujeres protagonizan el desarrollo de las historias. No en vano la primera escena es una Zaida convirtiéndose en mujer a través de los usuales rituales y en una de las últimas se evoca a una Úrsula que decide el destino de todos.

Es que la mujere wayuu cuida, cría y prepara a los niños; se comunica con los espíritus mientras protege a sus vivos y sus muertos; y guía. Además, hay que decirlo, cocina y llora; procrea y es ninguneada; también es silenciada. 

Amor, tradición y familia

A través de cinco capítulos, en orden cronológico, Guerra y Gallego cuentan esos 10 años de «bonanza»; el auge y caída del negocio; el auge y caída de los Pushaina. Vemos así como los miembros del clan pasan de moverse en burro a hacerlo en camionetas; de vivir en una casucha de bahareque a erguir una mansión moderna en medio del desierto; de andar con sus vestuarios típicos a lucirlos acompañados de armas como un accesorio más, todo para nada.“Es una película que suena a gánsters, a tragedia griega, a western y a cuento de García Márquez”, dijo Gallego en alguna ocasión.

El cuidadoso respeto que se evidencia de los creadores por la cultura wayuu es admirable. De hecho, la película está prácticamente rodada en ese dialecto y subtitulada al español. Parte de los personajes, por supuesto, son también personificados por miembros de las comunidades indígenas de la zona y muchos son inspiradores de la historia a través de sus relatos. 

El honor, la familia y el respeto por los muertos característico de la etnia, aparecen en la historia como pilares de esta cultura y entran en conflicto una vez aparece este negocio con lo externo. 

La riqueza en La Guajira empieza a competir con los valores y por eso es que la vida y la palabra pasan de ser intocables a ser fácilmente prescindibles. La corrupción del capitalismo dentro de unos clanes cuyo acercamiento con lo alijuna siempre fue temido, queda en evidencia en la película. La deshonra no tiene perdón.

Pájaros de Verano obtuvo un galardón en los Premios Platino 2019 en la sección «mejor dirección de arte». Angélica Perea, la premiada, viene trabajando con Guerra y Gallego desde 2009 con Los viajes del viento y más recientemente  con El abrazo de la serpiente (2015), que le significó otro Platino. 

En esta ocasión su trabajo se tradujo en paisajes y contrastes. La colorida y rica cultura indígena luce en impactantes imágenes que se alejan de la óptica occidentalizante del cine comercial. La naturaleza, los animales, los cielos, los suelos, las plantas, todo luce y reluce. Incluso la muerte aparece sublime en forma de ave y encaja perfecto con el sentir de una película tan única como valiosa.