Muchos hijos, un mono y un castillo: documental casero que ganó un Goya

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Julia «Julita» Salmerón es una mujer de 82 años que se planteó ser monja, pero que al final acabó cumpliendo sus otros tres sueños: tener Muchos hijos, un mono y un castillo. Seis hijos, para ser exactos. Y uno de ellos, Gustavo Salmerón, se pasó 14 años grabando a la matriarca y a su familia numerosa, acumulando más de 400 horas de brutos, de cotidianidad, de ordinariez doméstica en 4:3. Probablemente, ahí está una de las claves del triunfo de esta cinta, una que se ha llevado el Goya a mejor documental, y una que ha convertido en una estrella a una abuela terrenal. En su primero largo, Gustavo logra no tan solo hacer interesante a una figura que podría aparecer en cualquier cinta VHS de nuestro trastero, sino también utilizarla para reflexionar, de manera tan naif como profunda, acerca de la vida, la muerte e incluso de la crisis económica española.

En la primera escena, Julia Salmerón está tumbada en su cama, medio dormida. Explica que, cuando se muera, no quiere que la metan en un nicho o bajo tierra, porque le da miedo que siga viva y la dejen allí: “eso ha pasao mucho, eh”. Prefiere que la incineren. Más adelante, también descubrimos que la señora tiene más que planeado su funeral: un vestido de monja, el villancico Noche de Paz de fondo y una aguja bien grande con la que tienen que pincharle en el culo, para asegurarse de que no está dormida. Ya tiene preparado el alfiler. Es algo que también practica con su marido sordo; por las noches, por miedo a que esté muerto, le pincha con un tenedor extensible que siempre guarda en su mesita de noche. Así de franca es Julita.

Fuente: zumzeigcine.coop

El experimento recuerda a una versión más hogareña de Carmina o revienta. (2012), a esa naturalidad y cercanía íntima a una madre que plasmó Paco León. Sin embargo, aquí no hay personajes, y los pocos hilos que mueve Gustavo son para generar algo de ritmo, o alguna meta. La cinta tiene un conflicto claro que une a la familia: por una deuda con el banco, Julia y su marido se ven obligados a abandonar su castillo, y la inesperada mudanza se convierte en una odisea familiar. También hay un Macguffin que orienta un poco el relato: enterrar las vértebras de la madre de Julia, unas que por razones un tanto insólitas la mujer tiene guardadas en una de las cientos de cajas de alguno de los muchos trasteros de su castillo.

Sin embargo, lo crucial es Julia, su persona. Su desparpajo, tan ingenuo como sensato, alegra al igual que cala. Es un claro ejemplo de Síndrome de Diógenes en jaque: “pero cómo voy a tirar esto. Todas estas cosas llevan un trocito de mi vida”. En esos momentos queda reflejada la principal tesis de la película que se recoge también en el Mcguffin: una reflexión sobre la vida y la muerte, y sobre cómo saber enterrar el pasado. En Muchos hijos, un mono y un castillo, una mujer consciente de su edad se ve obligada a abandonar, literalmente, el castillo de sus sueños; un escaparate con todos los recuerdos de su vida: “estás cargando tantas cosas del pasado en la mochila, mamá, que ya no te puedes mover”, le dice uno de sus hijos mientras siguen moviendo cajas. En este viaje, uno cachondísimo, también hay hueco para lecciones vitales.

El documental también es una lección para los creadores obsesionados con lo técnico. Aquí todo está en 4:3, grabado con una cámara doméstica, una que podríamos utilizar cualquiera de nosotros. El valor, lo que hace que la película funcione, es la cercanía que transmite. Es un estilo que no serviría para cualquier tipo de relato, pero es un buen ejemplo de saber aprovechar lo que se tiene, aunque sean 400 horas de brutos familiares. Y también es un caso claro de saber lo que se quiere alcanzar, y utilizar los defectos a tu favor. Porque son esas barras negras, esos planos quemados y esos desenfoques inoportunos los que hace que veamos reflejados a nuestros propios familiares, a las cintas VHS cogiendo polvo, y eso algo que eleva el experimento a algo personal y lo hace todavía más divertido.

variety.com

No es sencillo describir el primer largo de Gustavo Salmerón, algo paradójico conociendo la simpleza que lo envuelve. Es algo tremendamente personal, incluso anti cinematográfico: “yo no quiero que salga esta película. No se ve a entender. Una película necesita muchas cosas; un buen guion, una buena música. Es muy difícil. Esto va a ser algo casero, para la familia”, comenta ella muy sincera, en una de las escenas. Pues contra todo pronóstico, Muchos hijos, un mono y un castillo ha triunfado a todos los niveles. Quizá por ser, simple y llanamente, una celebración sincera y desenvuelta de la vida; quizá enteramente por Julita, una mujer espontánea con un perfil innato para la cámara; quizá por ser muy divertida y, a la vez, dejar hueco para reflexiones y lecciones; o quizá por todo eso junto. De ser así, es posible que sea un experimento más complejo de lo que todos estamos pensando.