Lucky: despedida emblemática de Harry Dean Stanton

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You are nothing.

John Carroll Lynch, a quien reconocemos por actuar como Nom Gunderson en Fargo (1996) y otras muchas de los Coen, aparte de un gran recorrido en la TV americana, se atreve a debutar en la dirección con uno de los ejercicios que más asustan: un adiós. En Lucky, Harry Dean Stanton, otra leyenda de los roles secundarios (más de 200, con la excepción de su papel protagonista en Paris, Texas [1984]), se despide a sus 91 años regalando una obra sencilla en apariencia pero con un fondo y una reflexión vital de vértigo; un homenaje honesto y una partida trascendental cuyo estreno oficial no pudo llegar contemplar.

Un anciano de 90 años conocido como Lucky vive tranquilamente su rutina en un remoto pueblo estadounidense. A pesar de fumar y llevar un estilo de vida poco sano, goza de una salud envidiable. Sin embargo, un desmayo repentino detona una crisis existencial que le abre los ojos: debe asumir, aunque no quiera, que se encuentra en la última etapa, que la muerte es algo posible y cercano.

Fuente: letterboxd.com

Lucky se tiene que comprender, por encima de todo, como un retrato y un adiós de la figura de Harry Dean Stanton. Aquí el personaje es la persona, y la narración, en gran parte, un homenaje a su vida y sus inquietudes: criado en Kentucky, cocinero en un buque de transporte durante la batalla de Okinawa; muchos de los datos que aporta el personaje pertenecen realmente al actor. También existen reencuentros, como una escena maravillosa en una cafetería remota que reúne a Stanton y Tom Skerrit, 38 años después de que compartieran pantalla en Alien (1979); tampoco podía faltar David Lynch, fan fatal del actor, con un rol excéntrico pero sincero y conmovedor. Tampoco es casualidad que la persona que se retrata en el documental Harry Dean Stanton: Partly Fiction (Sophie Huber, 2012) sea tan semejante al zen cowboy que es Lucky. La película es una despedida sincera y, como tal, difumina la frontera entre personaje y persona.

Grabada en 18 días, quizá el mayor acierto de la película sea su sencillez, tanto formal como narrativa. En Lucky, contemplamos la rutina de un anciano; con calma, sin prisas. El café de las mañanas, los paseos, los crucigramas, las copas en un bar. En esos espacios cotidianos se generan los momentos trascendentes. Porque Lucky no va sobre nada en concreto, y eso es importante. Aquí se busca el fondo que esconden las pequeñas cosas, la lección vital que surge de la más desnuda ordinariez: David Lynch hipnotizándonos con su pasión por las tortugas, dos ancianos recordando los horrores de la guerra, Lucky cantando Volver, volver rodeado de rostros jóvenes o, simplemente, Harry Dean Stanton sonriendo honestamente a cámara. La película logra, una y otra vez, emocionarnos y hacernos reflexionar sobre la vida y la muerte partiendo desde lo más diminuto, desde lo más terrenal.

El humor seco y ácido es crucial. Lucky/Harry Dean Stanton es ateo y cínico. Es el tipo de persona que cambia el “hola, cómo va” por “no eres nada”. Uno de los temas recurrentes de la película es la inexistencia de una vida posterior, de un alma, y por lo tanto de afrontar el vacío que viene tras la muerte. Pocas películas se centran en la rutina de un anciano solitario, y todavía menos nos hacen reflexionar en torno a la aceptación de la muerte como una parte natural y fundamental de la vida. Quizá porque es fácil caer en un drama difícil de digerir, aparte de ser un tema que eludimos siempre que podemos. Lucky, sin embargo, no sólo lo toca de lleno y nos hace pensar, sino que además esquiva el pesimismo y le sonríe por el camino, normalizando algo que siempre tratamos de evitar.

Fuente: chch.com

Al salir de ver Lucky te sientes conmocionado, pero sobre todo feliz. Harry Dean Stanton se despide de la vida, y caminando por esa última etapa que muchos no lograremos alcanzar con tanta lucidez, nos regala lecciones sensatas y momentos inolvidables. Lucky es una aceptación sincera, un ejercicio que hay que aplaudir no tan sólo por hacernos reflexionar sobre algo que evitamos aún sabiendo con franqueza que va a llegar, sino por hacerlo recordándonos que no hay por qué dejar de sonreír.