Takashi Miike, la armonía de la violencia
¿Somos capaces de asombrarnos por una película? Obviando la carnicería del horror actual, los juegos morales cliché y los jump scare reciclados hasta el cansancio, ¿aún existe un factor que toque nuestra fibra sensible? Uno capaz de dejar una huella en la audiencia habituada al sinfín de atrocidades que puede cometer el ser humano. En la audiencia que conoce temas polémicos que poco tienen de tabú estos días.
Pareciera que no.
Tenemos acceso a las historias más trastornadas en las redes, bajo titulares ridículos que buscan conseguir un añorado clickbait. Nos llegan rumores aprendidos a medias sobre perturbadoras apariciones sobrenaturales o delitos dignos de un especial de Investigation Discovery. Nos creemos preparados para enfrentar lo más brutal y hasta nos sentimos con la libertad de compararlo con lo «ya visto».
Sin embargo, esta biblioteca que usamos de referencia tuvo que abastecerse de fuentes que nos marcaron y nos crearon una noción sobre qué es la violencia. Una idea de lo que viene cuando el morbo no es suficiente, ámbito en el que se luce Takashi Miike.
La violencia para Miike no es un fin a secas, tampoco un medio de entretenimiento. De hecho, su exploración del concepto aún no termina, dejándonos encontrar una faceta nueva en cada una de las más de cien obras audiovisuales que lleva en su carrera, iniciada en 1991. El director japonés va más allá: la violencia es una reflexión de la naturaleza del hombre, una expresión de su ontología más acérrima, un camino hacia la armonía.
Por contradictorio que suene lo anterior, el cineasta sólo les entrega una paz auténtica a sus personajes luego de haberles hecho soportar los peores calvarios. Es en ese momento en que encuentran las respuestas que tanto habían buscado voluntaria como inconscientemente. Tal es el caso de una de sus obras emblemáticas, Visitor Q (Love Cinema Vol. 6, 2001), donde una familia sólo puede regresar a la «estabilidad» y revivir el amor entre sus miembros, después de que un visitante desate el caos que hasta ese entonces se vivía de forma silenciosa en el hogar. Esto con incesto, necrofilia y violación incluidos.
Ese anhelo de agresión también lo vemos en la búsqueda que emprende Kakihara por encontrar al homicida de su jefe en Ichi The Killer (2001). Travesía que, en realidad, tiene como motivación principal el recuperar su fuente de abuso. Inmersos en la vorágine onírica y los altibajos cinéticos del filme, paulatinamente comprendemos que la única forma en que Kakihara encontrará un alivio es en la crueldad, o cuando alguien tome el lugar de su superior y deje satisfecho su espíritu masoquista.
Aquí, Miike nos da dos aristas de cómo la violencia nos transforma. Mientras que para Kakihara significa una suerte de nirvana, en Ichi —el psicópata protagonista del largometraje —resulta un propósito de vida que lo condena. Una misión que le han asignado para usarle, pero que sirvió para moldear sus recuerdos y existencia misma. El mensaje es claro: podemos estar lúcidos ante la violencia y desearla o dejarnos controlar por ella.
Otra variante del concepto la encontramos en Gozu (2003) una travesía llena de alucinaciones en que Minami debe llevar a su jefe a una casa de retiro de yakuzas, luego de que éste es considerado fuera de sus cabales por el cabecilla de la mafia.
Aunque la cinta no resulta explícita en su primera mitad, la secuencia final consiste en una metáfora sangrienta y sin tapujos de cómo Minami entra en su madurez sexual (retrasada por su inseguridad y una operación de fimosis a la que se sometió), luego de que la mujer con la que pierde su virginidad da a luz a su jefe, terminando así el amarre que suponía la relación paternal entre ambos. Aquí la ferocidad de las imágenes enfatiza la importancia del crecimiento personal del protagonista.
A través de la grabación esquizofrénica de sus producciones, Miike desentraña lo peor de nosotros y —quizá —lo mejor, al proponer la violencia como un imperativo biológico en nuestras vidas que provoca que nos encontremos con la versión más real de nosotros mismos (aunque ésta resulte una aberración).
Esta catarsis la presenciamos también en Audition (Audición, 1999), donde un viudo realiza una convocatoria falsa para encontrar una nueva esposa, a recomendación de su hijo. En esta cinta la violencia se traduce en la conclusión inherente del amor. Mediante la tortura del ser amado, el director nos demuestra que la violencia es una comunión extrema entre el afecto y la armonía previamente mencionada. Ambos elementos regulan la tensión existencial de los personajes y nos reiteran un tópico discutido a lo largo de los años: ¿por qué el ser humano busca constantemente su autoaniquilación?
Con cada escena, nos queda claro que los personajes establecen un vínculo con otros mediante una tensión que sólo se resuelve con el exceso, la profanación y la destrucción propia y ajena. Una sucesión de actos que culminarán en una conciliación absoluta. La misma que hallamos en Imprint (2006) cuando Christopher se reencuentra con su amada, tras vivir una pesadilla de un calibre tan subido de tono, que el episodio dirigido por Miike para la franquicia estadounidense Masters of Horror fue censurado.
El estilo ecléctico, evanescente y frenético del director deja claro que no es digerible para todo público. En ocasiones pareciera que los baños de sangre que vemos en Shinjuku Triad Society (1995), Fudoh: The Next Generation (1996), Dead or Alive (1999) o City of Lost Souls (2000) son un sinsentido total. No obstante, la violencia allí se convierte en un instrumento para alcanzar cambios que se manifiestan en el arco de evolución de los personajes.
De esto se puede tomar como ejemplo la forma en que Genji toma conciencia de lo difícil que es la vida en Crows Zero (2007) al llegar a una escuela gobernada por estudiantes que deberá derrotar para subsistir y proclamarse como líder.
No importa si se trata de un drama, terror, un noir o, inclusive, de un musical como ocurre en The Happiness of the Katakuris (2001), la violencia es un acto espontáneo y tan cotidiano como comer o dormir para Miike. Aun así, su versatilidad como profesional también ha generado exponentes con una impronta más amigable para toda la familia como Zebraman (2004), The Great Yokai War (2005) y The Bird People in China (1998).
De lo anterior sólo es concreto un parámetro que esperamos seguir apreciando en el futuro del prolífico cineasta asiático: la sangre derramada puede significar mucho más que un mal rato.