“Los demonios”, la cinta prohibida de sexo, monjas, torturas y posesiones
El sexo, el dolor y el placer son elementos tan íntimamente ligados que han estado presentes en un sinfín de eventos históricos, aunque no precisamente en los más piadosos, y menos aún si se tenía la osadía de hablar de esto en una época tan puritana y peligrosa como el siglo XVII, donde el sólo hecho de pensar en un acto libidinoso era la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora, si a esto agregamos toques políticos, religiosos y diabólicos, entonces estamos hablando de una fórmula perfecta para el desastre y lo profano, tal y como lo demuestra Los demonios (The Devils, 1971), del polémico director Ken Russell.
Esta cinta, basada a su vez en la novela “Los demonios de Loudon”, del escritor Aldous Huxley, es tanto más tenebrosa por cuanto más real es, pues está basada en un caso histórico totalmente verídico de la más perversa histeria colectiva.
El argumento es simple pero aterrador: el padre Grandier es un sacerdote que no sólo disfruta de los placeres carnales desvirgando a cuanta joven convence y luego olvidándose de ellas, sino que por azares del destino decide casarse en secreto con la única mujer que en verdad ha amado; sin embargo, los problemas surgen cuando la madre Juna de los Ángeles, una monja obsesionada con el clérigo, se entera de la unión matrimonial y comienza a esparcir mentiras sobre este hombre al asegurar que no sólo la ha violado, sino que se trata del demonio en carne y hueso. La sugestión de la religiosa llegará tan lejos que ella misma se convence de estar poseída, contagiando de esta creencia a sus demás hermanas, lo que dará pie a uno de los casos más increíbles de exorcismos masivos.
Como vemos, la película cuenta con una trama ya de por sí oscura, la cual se mira más perversa cuando se incluyen elementos políticos y medicinales, pues no estamos hablando de una política justa sino más bien “divina” y retorcida, ni de doctores talentosos, sino de medicamentos y tratamientos rutinarios incluso más dolorosos y brutales que la misma enfermedad. Sin embargo vayamos por partes y desmenucemos esto poco a poco.
Ken Russell creó una película que resulta polémica desde su inicio, pues tan sólo los primeros instantes del metraje bastan para darnos cuenta de la verdadera personalidad del padre Urbain Grandier (Oliver Reed), a quien vemos disfrutar de los placeres carnales sin importarle nada más que su propio gozo, aunque eso signifique dejar a madres embarazadas regadas por doquier. Asimismo, tampoco toma mucho tiempo para que el sacerdote se encuentre con Madeleine (Gemma Jones), la mujer por la que dejará todo para convertirse en un “hombre de bien”.
Por supuesto, aunque este romance se desarrollará poco a poco durante toda la historia, el director Russell utiliza muy bien los primeros minutos en que este clérigo y la mujer se conocen no sólo para que ambos queden enamorados, sino también para darnos un breve contexto de la Francia del siglo XVII, la cual, está inundada por la peste y castigada por métodos tanto científicos como medicinales tan obsoletos que simplemente ocasionan que durante toda la cinta se perciba una atmósfera insalubre y asfixiante, casi tan pesada como la trama.
De igual forma la política no tarda en tomar un papel dentro de Los demonios, pues rápidamente entra en acción el Baron De Laubardemont (Dudley Sutton), un hombre decidido a derribar las murallas de la ciudad en que habita Grandier para que así el cardenal Richelieu pueda tomar posesión del sitio, el cual resulta clave para expandir su imperio político. Aunque esto sólo ocasionará que el pueblo vea con ojos todavía más divinos a Grandier cuando éste se interpone ante dicho mandato, pues comienzan a verlo como un salvador y casi un elegido. Así, poco a poco este hombre pasará a convertirse de un villano a un héroe, cuya mayor transformación y evolución veremos en la parte final de la trama.
Ahora bien, la parte histérica y casi diabólica hace su aparición cuando Grandier y Madelaine contraen matrimonio, hecho que da pie para que la madre Juana de los Ángeles (Vanessa Redgrave), enamorada loca y enfermamente del clérigo, comience a esparcir una serie de rumores sobre el sacerdote, confesando que éste ha mantenido relaciones sexuales con ella de las maneras más perversas imaginables; por supuesto, todo ello con tal de destruir la unión matrimonial entre él y su esposa.
Sin embargo y como dijimos antes, su convencimiento llegará a tal grado que ella y las demás monjas se convencerán de estar poseídas, dando pie a sucias estratagemas políticas pero, más aun, a increíbles eventos llenos de lujuria, depravaciones, exorcismos y terribles métodos de tortura como sólo la inquisición los ha dado y como únicamente el cine los puede mostrar.
No obstante, tomando en cuenta que Los demonios es una de esas películas tan hermosamente perversas que no se pueden contar, sino simplemente experimentar, dejemos de lado la trama para indagar un poco más sobre el porqué es considerada una de las últimas películas prohibidas. Por supuesto, para ello deberemos hacer uso de unos cuantos spoilers (que no afectan de gran manera a la trama), pero aún así te recomendamos seguir leyendo bajo tu propia responsabilidad.
“Los demonios”, entre lo profano y la censura
Para darnos cuenta de la importancia de esta cinta, diremos que es una obra imposible de ver completa debido a su explicites, aunque en esta ocasión no nos referimos a la sensibilidad del público frente a escenas grotescas o moral y políticamente incorrectas, sino a que, literalmente, es imposible mirarla en su corte final, pues hasta hoy en día las versiones que se conocen de ella no muestran todo el contenido original capturado en casi 160 minutos, sino que la más fiel –la versión británica- dura apenas 117 minutos.
Sin embargo estas casi dos horas son tan transgresoras como ofensivas, pues si bien no es una película de terror –aunque sí roza el horror psicológico- es una cinta precedente de las películas de exorcismos, incluso hasta de la misma El exorcista (The Exorcist, 1973), ya que el director Russell desde aquí hacía uso de las “voces dobles”, las flagelaciones y masturbaciones con objetos religiosos y hasta contorsiones digas del clásico “paso de la araña”.
Aunque antes de llegar a estos puntos, y como queremos mantenerlos intrigados hasta el final, hablemos primero de lo político. Los demonios es una película que mezcla de forma perfecta el horror de una sociedad sumida en una religión y una devoción tan enfermiza, que únicamente podría ser superada por la ambición de los políticos y los reyes de aquel entonces, ¿por qué? Fácil, porque la cinta demuestra hasta qué grado la religión y la política pueden valerse una de otra con tal de conseguir ciertos objetivos.
Lo anterior está presente en todo momento, pues si bien dijimos que Grandier fungía como cierto protector de su ciudad, conforme avanza la historia nos vamos dando cuenta que en una época llena de ignorancia como en aquel entonces, los problemas legales –e incluso personales- encontraban un terrible aliado en la religión, después de todo, en una Francia del siglo XVII era más fácil culpar a alguien y asesinarlo casi en el acto bajo el pretexto de sospechar que ese alguien era bruja o brujo, antes que demostrar la inocencia del acusado o la acusada.
Estos elementos tienen un peso esencial en la trama, pues mediante ciertas torturas veremos ejecutarse al pie de la letra instrucciones plasmadas en el famoso “Martillo de las brujas” –una especie de guía que contenía instrucciones sobre cómo identificar, comprobar, desestimar y hasta asesinar a alguna bruja-, lo cual, aunado a ciertos intereses políticos de algunos personajes bien podrían representar el verdadero horror en este filme.
Ahora, y finalmente llegando al punto de la censura, cuando uno mira esta obra de Ken Russell se puede percatar fácilmente porqué la cinta puede ser considerada como una de las últimas películas prohibidas. Por supuesto, es nada más y nada menos porque si bien aborda temas de siglos pasados, seguramente hoy en día algunas de sus escenas podrían resultar sumamente ofensivas para las mentes más sensibles o los corazones más devotos a Cristo e incluso hasta los estómagos más frágiles, pues los abortos y los enemas no están de sobra en Los demonios.
A grandes rasgos, sólo diremos que Los demonios está repleta de una perversión tal que es imposible imaginarse cómo es que hubo de reaccionar la gente del siglo XVII cuando se enteraron del caso de estas monjas; monjas que en ningún momento estuvieron poseídas, sino que simplemente se sugestionaron a un nivel tan extremo que su histeria colectiva en verdad les hizo pensar que eran presas y posesas del diablo.
Así, la cinta presenta varias secuencias en las que el espectador puede ver desde orgías lésbicas hasta heterosexuales. Sin embargo, son estas últimas las que generarían más estruendo, pues si bien mirar a unas monjas tener sexo con otras seguramente ya es difícil para algunos, el hecho de ver a un grupo de sacerdotes abusar de su poder y de la inestabilidad mental de las mujeres para violarlas provoca que dicho festival de carne y fluidos se torne más siniestro.
Aun así la escena más polémica es aquella en la que se viola a Cristo, aunque no literalmente, claro, sino mediante una enorme estatua de éste. Es importante mencionar que esta secuencia únicamente se puede mirar en la versión británica de la cinta; así que si cuentas con el privilegio de conseguirla, podrás ver a un sinfín de monjas masturbarse con las manos de dicha deidad, hacer simulaciones de sexo oral con ella e incluso hasta darse placer con las llagas y heridas de éste. En pocas palabras, quizá el mayor y más profano frenesí que ha dado el celuloide.
En resumen, Los demonios es una película hermosamente aterradora, una de las joyas escondidas que por más ofensiva, profana y hasta visceral que se torne, es imprescindible mirar para percatarse de los límites tan sucios y depravados a los que puede llegar la política y la religión pero, más aún, la naturaleza humana.