“El bebé de Rosemary”, engendrar el miedo

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Con poco más de cincuenta años desde su estreno, El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) sigue coronándose como un clásico de horror indispensable. No sólo por su inquietante atmósfera o por la excelencia de su director —Roman Polanski —para transformar lo cotidiano en una pesadilla, sino por obviar los recursos a los que estamos habituados hoy dentro del género: litros de sangre, asesinos en serie, criaturas sobrenaturales grotescas que asechan en cada rincón o laberintos de tortura en que un grupo de desafortunados tiene que escapar.

En la cinta, también conocida en Hispanoamérica como La semilla del diablo, nos encontramos con un escenario corriente en que una pareja desea formar una familia tras mudarse a Nueva York. Su traslado, no obstante, será poco afortunado debido a la ubicación que escogen para comenzar su hogar y a los co-habitantes siniestros que les rodean. La trama cobrará vida en el edificio icónico de Bramford, donde ésta parece ser una de las tantas experiencias horribles que el lugar cobra para su registro único de lo macabro.

Al obviar en un comienzo las amenazas, los amantes entablarán amistad con un excéntrico matrimonio vecino, y experimentarán sucesos alarmantes que culminarán con el embarazo inesperado de Rosemary (Mia Farrow), un hecho que constituirá más una condena que una bendición al arriesgar la propia cordura de la protagonista.

Fuente: Tollebild

Inexperta, frágil y susceptible, la futura madre cada vez se aísla más de su círculo para descubrir que su idílica vida no es realmente lo que creía. Indicios de una conspiración hacen que ella caiga en una espiral vertiginosa de agonía mental y física en la que no podrá confiar en nadie. Ni siquiera en su compañero quien parece complacido al permitir que todos los acontecimientos fluyan, aceptando la sospechosa ayuda de terceros.

La audiencia no encontrará complejo ponerse en los zapatos de Rosemary, sufriendo también su desesperación cuando el resto de personajes intente arrebatarle el control que tiene sobre su persona. Esto se logra gracias al desempeño de Farrow que, a pesar del poco entusiasmo inicial de Polanski por trabajar con ella, logró callar todas las dudas sobre sus capacidades.

Sin embargo, la vida personal de la artista también se vio afectada fuera de la pantalla cuando su esposo en la época, Frank Sinatra, le enviara los papeles del divorcio durante el rodaje, luego de que ella insistiera en el proyecto. Tal fue su determinación que, inclusive, llegó a ingerir hígado crudo siendo una reconocida vegetariana en la época.

Fuente: Infobae

La complejidad del filme, aun así, va más allá. Su narrativa y producción abrieron un debate que, dependiendo de la perspectiva analítica, opta por un extremo u otro. ¿La trama habla del miedo hacia la maldad o exhibe una metáfora sobre la depresión posparto? Cuando conocemos a Rosemary sabemos que es católica y que la creencia del Diablo puede conllevar a representaciones del mismo para explicar sus temores personales. También sabemos que el trastorno del estado del ánimo mencionado puede ocurrir por más de una causa y que la estabilidad de una progenitora no siempre es tan sólida como aparenta.

La inquietud que provoca lo anterior, se acentúa con cada secuencia del cineasta en que, erudito, expone incidentes que arman un panorama desolador. Desde una casa con un pasado sangriento, suicidios poco creíbles y cegueras convenientes, el relato logra completar la trilogía de espantos en viviendas del director junto a Repulsión (Repulsion, 1965) y El quimérico inquilino (Le locataire, 1976).

Fuente: Twitter

¿Película maldita?

Al igual que otras exponentes que hablan del satanismo como El exorcista (The Exorcist, 1973), La profecía (The Omen, 1976) y Juegos diabólicos (Poltergeist, 1982), la cinta no se libró de la “leyenda negra” que parecía acosar a todo equipo que decidiera adentrarse en la temática.

Que los exteriores se rodaran en el edificio de Dakota fue el comienzo. La ubicación donde —a comienzos del siglo XX —vivió el depravado ocultista Aleister Crowley, también sería el último sitio que vería John Lennon antes de ser asesinado en la puerta del establecimiento. Por si fuera poco, sectas amenazaron al cineasta para que desistiera de su obra cuando supieron de qué iba la historia.

Mia Farrow junto al director Roman Polanski y al diseñador de producción Richard Sylbert. Fuente: Vanity Fair

El set se manchó con un velo de intimidación que culminó con un estreno trágico en que el mismo Polanski sufrió su peor luto. Mientras filmaba en Europa el presente largometraje, el clan fanático del homicida Charles Manson (“La familia”) entró en su domicilio de Cielo Drive y asesinó sin piedad a su esposa, Sharon Tate. El morbo no se hizo esperar cuando la prensa y el mundo se enteraron de que su cónyuge tenía aproximadamente ocho meses de embarazo.

Concidencia o no, la crueldad del caso se adhirió a la producción como una sombra imborrable.