La memoria visual de Chris Marker: entre lo divino y lo volátil

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Hablar de Chris Marker es hablar de un cineasta completo. Un viajero que, cámara en mano, transcribió en fotogramas las crónicas de sus andanzas. Un filósofo indulgente con su realidad, y reflexivo ante el extraordinario poder de las imágenes. De las más importantes trayectorias en el cine del Viejo Continente.

Su mirada cinematográfica es atípica, ávida de recuerdos. Danza entre el objetivo y la interpretación. Se adentra en los confines del estudio audiovisual. Retrata paisajes, sucesos, rostros y, cual ser divino, les nutre de una nueva vida.

Marker, nacido en Neully-sur-Seine, Francia, el 29 de julio de 1921, es un artista y diseñador de la memoria. A pesar de su muerte en 2012, es justo referirse a él en tiempo presente, puesto que su trabajo así lo reclama.

Comenzó a trasladarse en el dolly cinematográfico de su vida con Olympia 52 (1952), un documental sobre los Juegos Olímpicos de Helsinki. Su segunda referencia se enmarcó en Les Statues meurent aussi (1953), compartiendo crédito con Alain Resnais, donde toca el tema de la influencia de la colonización en el arte africano.

Tras experimentar la censura de sus trabajos hasta 1963, la crítica francesa lo colocó junto a Resnais y Agnés Varda en Rive Gauche, el parnaso de directores galos capaces de reestructurar el cine por medio de una nueva carretera literaria y documental.

Destacan las obras productos de sus viajes: Dimanché a Pekin (1956), Lettre de Sibérie (1958) Descrioption d’ un combat (1960) y Cuba (1961). Por estos trabajos se le considera un ensayista de la redacción del séptimo arte. Un estandarte de la camada de realizadores que en los años cincuenta revolucionó el campo visual con el llamado “cine-ensayo”.

Marker se observa cara a cara con el mito de la objetividad en el cine documental. Se aparta del cliché en el género y toma un punto de vista subjetivo. Consigue evadir la ideologización y escapa hacia nuevos lenguajes. El resultado: un rompecabezas de fotogramas que lleva su realización fuera del área de confort del cineasta. Sans Solei (1982) y La Jetée (1962) son sus obras más reconocidas, la última representa ese catálogo de recuerdos que se convirtió en la materia prima del francés.

Lazos al pasado.

No es un secreto que, conforme la época posmoderna se abre camino, los lazos que unen pasado y presente cada vez se tornan más débiles, difusos, ausentes, casi irreconocibles. Se habla de una ruptura con la tradición y de una necesidad cultural no satisfecha de recurrir a la memoria.

Así, el arte ha vinculado a la memoria como parte de su sensibilización. Ha transformado en humano al tiempo a través de su discurso y narrativa. Lo explica la filósofa catalana Fina Birulés: “ El relato nos ayuda a vivir el tiempo como una historia”.

El filme Le Jetée de Chris Marker es de los primeros trabajos que aparecieron en Francia en pro de reactivar este matrimonio entre lo que fue y lo que es, entre lo mediato y lo inmediato. Grabado por un ojo atento que plantea preguntas al despejar el sendero a todas las respuestas, esta historia invita a una reflexión emergida de su propio espectáculo.

En un imaginario en blanco y negro, el realizador francés ensambla una serie de fotografías con la voz en off de un narrador. Es un mundo ficticio que se aferra a la no ficción, ambientado en un conflicto bélico futurista. Su protagonista es sometido a experimentos para hacerlo viajar en el tiempo y así encontrar una solución a su realidad.

En estas travesías temporales, el hombre deambula entre la fragmentación de su memoria. Se ve a sí mismo siendo un niño, llega a un aeropuerto y presencia una muerte. Contempla el rostro de una mujer que lo acompañará en toda su odisea. Jano, el dios romano de los comienzos y los finales, le ha abierto las puertas de la tierra prometida (o al menos eso le ha hecho creer).

La obsesión por el pasado es una bella doncella que ha seducido con su tranquilizadora droga a la mayoría de los seres humanos. El efecto de nostalgia, de evocar lo que ya pasó, se materializa en una esperanzadora actitud de que, aquel momento en que se experimentó felicidad, se repita. Sin embargo, la decepción de llegar a un final donde la ausencia de una solución gobierna, suele resultar muy dolorosa.

Es precisamente este trauma el que ocasiona que el sujeto quiera viajar constantemente en el tiempo, sólo para buscar a esa mujer, la cual representa su felicidad. Es una claro rechazo al presente. Un palpitante deseo por apropiarse de lo histórico. Como dijo el propio Marker: “No recordamos, reescribimos la memoria”.

Tras 29 minutos de constante vaivén dimensional, el hombre se ve frente a sí mismo en forma de niño, en el mismo aeropuerto. Hay una tensión existencialista. Al fin su travesía cobra sentido. Se ha dado cuenta que el ciclo ha terminado. Jano lo indujo a buscar la felicidad y, a cambio, lo ha dirigido con Plutón al inframundo. Ya lo mencionaba Friedrich Nietzsche: “Es imposible vivir sin olvidar”.