Ya podemos celebrar 30 años de Mi vecino Totoro

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Se han cumplido ya treinta años de que Studio Ghibli reveló al mundo su imponente díptico de la posguerra en Japón: hablamos de Mi vecino Totoro, dirigida por Hayao Miyazaki, y La tumba de las luciérnagas, dirigida por Isao Takahata, ambas de 1988, estrenadas el 16 de abril.

Con estas dos portentosas películas, el Studio Ghibli se ganó uno de los escaños más preciados en el arte de la animación, mismo que ha defendido hasta el día de hoy con al menos una veintena de títulos, de diferentes directores; entre los más prominentes, desde luego, sus dos fundadores arriba mencionados.

Es una triste coincidencia que se cumplan 30 años de estos dos filmes, justo cuando el Ghibli atraviesa uno de sus momentos de crisis; en palabras del propio Miyazaki, incluso su probable extinción: y es que hace diez días Isao Takahata falleció en el Hospital de la Facultad de Medicina de la Universidad de Teikyo por un cáncer de pulmón.

Aunque Takahata y Miyazaki eran amigos, y fundadores de lo que sería un sello inconfundible; eran rivales, contendientes, y por ello decidieron estrenar sus filmes al mismo tiempo. El resultado es una profunda revisión de la historia de Japón y su estado después de acabada segunda guerra mundial.

Ambos filmes difieren en muchos aspectos, pero están unidos por otros elementos importantes. Revisemos en primera instancia Mi vecino Totoro: narra el encuentro que dos hermanas (Satsuki y Mei) tienen con unas extrañas criaturas que moran en el bosque. Ellas acaban de mudarse a una casa nueva que está cerca del hospital donde yace su madre enferma. Estas criaturas responden a una criatura mayor, más fascinante: Totoro, una especie de gato gigante que acompaña a las niñas a través de un viaje en donde la magia y la realidad están fundidas.

Ambientada en 1958, el Japón que habitan los personajes de Totoro, es uno que ha barrido los estragos inmediatos de la guerra, pero no ha podido barrer uno más esencial: la muerte prematura de la infancia, que es hacia donde se dirigen Satsuki y Mei por la posible muerte de la madre. Totoro, protector del reino del ensueño, acompaña a las niñas en una travesía que pretende eludir ese oscuro destino.

Hacia el final de la película, los órdenes mágicos se reestablecen y la infancia sigue su curso, pero hacia su muerte natural y limpia: por eso Totoro mira desde lejos. Este film de Miyazaki, que estrenó cuando tenía apenas 17 años, parece ofrecer una alternativa a la historia de su país, un remanso de paz para un Japón que, hacia 1958, culminaba su reconstrucción.

La tumba de las luciérnagas, en cambio, no ofrece una alternativa, sino que ilustra de forma harto poética el más alto costo de la guerra, que no es la vida, sino la inocencia. Ambientada en 1945, en pleno final de la segunda guerra planetaria, dos hermanos, Seita y Setsuko, luchan por sobrevivir después de que han bombardeado su aldea y quemado todo.

Ante la muerte de su madre y la destrucción de su hogar después del bombardeo, los hermanos van a vivir con una tía lejana, y después por su cuenta se refugian en un bunker anti bombas, en donde la pequeña Satsuko tendrá una experiencia a la vez terrible y hermosa: las luciérnagas iluminan su camino, y fascinan a la niña, pero a la mañana siguiente todas están muertas. “¿por qué tienen que morir tan pronto?”, se pregunta Satsuko; y esta pregunta parece ser la aserción del propio Takahata: la inocencia no puede durar para siempre.

Hacia el final de la película los dos hermanos han muerto, y vuelan junto con las luciérnagas por encima de un Japón completamente modernizado: un país puede resistir el peor y más terrible ataque bélico: los edificios se reconstruyen y los caminos se renuevan, pero los inocentes habrán perecido sin consuelo, igual que las luciérnagas.

Para Takahata, la niñez y la inocencia rodeadas por la brutalidad de la guerra no tienen el beneficio de un espíritu del bosque: sólo el fugaz consuelo de una luz. Ambos filmes, pues, apuntan en direcciones diferentes, pero ambos ilustran con inigualable belleza el acto de vivir, crecer, morir.

Con este doble punch, que ha cumplido ya 30 años, el Studio Ghibli demostró hasta dónde podía ir el arte de la animación. Takahata y Miyazaki pusieron a Japón en el foco internacional del arte cinematográfico, de una forma que no se conseguía, quizá, desde Kurozawa. Después de 30 años podemos revisar sus trabajos y constatar que han sobrevivido el paso del tiempo, y habrán de durar otros treinta años.