Festival Internacional de Cine de Toronto: Lo que vimos el segundo día
Outlaw King (David Mackenzie)
Con la premisa de tomar una perspectiva distinta a Braveheart (Mel Gibson, 1995) y contar la verdadera historia de Robert The Bruce, Outlaw King se pierde por un camino largo, reconocible y aburrido. Tras la sorpresa que fue Hell or High Water (2016), este último drama histórico de Mackenzie no funciona a varios niveles, siquiera en los más básicos.
Uno de los problemas principales son los personajes. Bruce (Chris Pine) es un líder sin carisma con el que es difícil empatizar, sentir algo, incluso cuando su vida y la de los que le rodean están en peligro. Tampoco ayuda cuando nuestra cabeza lo compara con el William Wallace de Mel Gibson, algo inevitable si se referencia e incluso se cita a dicha película constantemente. Los secundarios juegan en la misma liga, resultando una versión menor de la obra a la que aluden.
La trama, a pesar de comenzar con una escena inicial en secuencia muy poderosa, se desinfla y tarda en arrancar, con un segundo acto eterno en el que nos suena todo lo que vemos. Cuando el clímax llega a la pantalla tampoco sorprende, calcando escenas que ya hemos visto antes (adivinad en qué película). Para añadir una perspectiva diferente, no es suficiente justificación querer relatar la “verdadera historia” si esta no se cuida y se articula con interés. Para el espectador, un argumento atractivo siempre va a pesar más que uno verídico desatendido; por algo se dice que, al fin y al cabo, todo es ficción. Outlaw King se olvida de ello, y además parece acreditarse con esa idea.
En definitiva, a pesar de algunas escenas de acción visualmente atractivas y un diseño de producción impresionante, los elementos que componen Outlaw King juegan a la sombra de otra obra, y lo alarmante es que parece conformarse.
The Front Runner (Jason Reitman)
A finales de los 80, el senador Gary Harts (Hugh Jackman) parecía tener todas las papeletas para convertirse en el siguiente presidente de los Estados Unidos, pero unas semanas antes de las elecciones un escándalo público de infidelidad arruinó su carrera. El director de Juno (2017) narra ese evento con un estilo que conocemos (The Post o Spotlight, periodistas astutos con diálogos dinámicos), pero resulta un ejercicio perspicaz que se pregunta (sin contestar) en qué se podría llegar a convertir la política estadounidense, trazando paralelismos interesantes con Trump y la situación actual.
Hugh Jackman demuestra que sigue en plena forma con una interpretación sólida que soporta casi toda la carga del relato, y se rodea de personajes secundarios que encarnan perfectamente la perspicacia y picaresca que el periodismo y la política demandan. La trama logra ser lo suficientemente ágil como para no abrumar a un espectador externo a la política estadounidense, dosificando bien la información, aunque no recomendaría la obra a quien deteste la esfera diplomática; al fin y al cabo, tiene un peso importante.
The Front Runner no cuenta nada nuevo en fondo o forma, pero resulta una aproximación interesante que se cuestiona si el funcionamiento de los medios de comunicación en la política estadounidense es el adecuado, cómo se convierte lo privado en público por intereses de poder, o dónde se pone el límite en la ética de los medios de comunicación en relación a la privacidad de las personas públicas.
Zimna wojna (Cold War, Pawel Pawlikowski)
Repitiendo algunos componentes de la fascinante Ida (2013), Pawel Pawlikowski ha concebido una obra todavía más personal, si bien no tan impactante. El director se mete de lleno en el amor pasional siguiendo una relación de varias décadas, una tan liberadora como condenada, con la música como nexo y la Guerra Fría como contexto.
Pawlikowski vuelve a presentar el estilo que nos sedujo en su obra anterior: formato 4:3 y un blanco y negro lleno de vida. La fotografía se cuida al milímetro, desde el juego con el bokeh (enfoque) al uso del entorno; si algo se queda grabado en la retina, sin embargo, son las escenas de baile, compuestas con un gusto y un movimiento exquisitos, y acompañadas de unos cuantos temas folklóricos que se repiten y versionan. La trama deja respirar la música constantemente, convirtiéndola en un elemento fundamental que cohesiona todo lo que rodea a Joanna Kulig y Tomasz Kot.
Cold War representa una visión del amor triste y atormentada, todavía más a causa del contexto de la Guerra Fría. Se palpa el estudio en torno a cómo los regímenes totalitaristas impiden el desarrollo personal, así como una inconformidad incesante con todo lo que les rodea; sin embargo, más allá del entorno político y social, también existe un elemento intrínsecamente maldito en su relación: son dos personas que no saben vivir juntas pero tampoco soportan están separadas. La obra es, por lo tanto, una percepción muy personal sobre el amor; algo visible cuando, previo a los créditos finales, Pawlikowski dedica la película a sus padres, de quienes ha sacado los nombres de los personajes protagonistas.
Al ser un relato tan íntimo, en ocasiones es difícil comprender las decisiones que toman los protagonistas, algo que puede llegar a frustrar si no entramos en la retórica shakespeariana del amor. Sin embargo, nos rindamos o no esa visión maldita que ata a los personajes, Cold War consigue hipnotizar con todos sus otros elementos.