Festival Internacional de Cine de Toronto: lo que vimos el tercer día
A Beautiful Boy (Felix Van Groeningen)
No es nada sencillo aproximarse a una historia sobre la adicción a las drogas sin caer en la fórmula que todos conocemos, y parece que A Beautiful Boy es consciente de ello. Sin embargo, a pesar de bordear los tropos con decisiones de estructura interesantes, la película del director belga hubiera sido un ejercicio más modesto de no ser por un reparto que eleva todo el conjunto.
Groeningen adapta y combina las memorias escritas de David Sheff (Steve Carrell, padre de un hijo drogadicto y redactor en Rolling Stones), con las de Nic Sheff (Timothée Chalamet, el hijo en cuestión, un joven de 18 años enganchado al cristal). La película relata el trágico proceso alternando los dos puntos de vista, siendo el de Steve Carrell el más interesante; la carrera de fondo por ayudar a salir a su hijo de ese pozo nos plantea las preguntas más incómodas, y el actor consigue dimensionar todos esos conflictos internos sin la necesidad de verbalizarlos, así como transmitir el desgaste de chocar una y otra vez con el mismo muro sin generar ninguna grieta. El enfoque del hijo es más estándar: nos mete de lleno en las diversas fases de su enfermedad, en un círculo vicioso incontrolable que arrasa todas sus metas. Timothée Chalamet se las ingenia para dejar su huella en un rol con el que es difícil desmarcarse de lo reconocible.
También funcionan el uso de flashbacks espontáneos que ambos personajes tienen de su propia relación, recuerdos de tiempos mejores. La decisión transforma la obra en un relato no lineal y más alejado de la fórmula, y supone la principal fuente de momentos emotivos. La fotografía, por su parte, sabe cómo exprimir la poética de las situaciones cotidianas, creando escenas poderosas.
Hay que aplaudir A Beautiful Boy por lograr profundidad en un género estancado, sobre todo gracias a una dirección y un reparto ejemplares, aunque el resultado se quede en algo renovador más que revolucionario.
Three Faces (Jafar Panahi)
Para llegar a una aldea remota situada en las montañas de Irán, Jafar Panahi (el director siempre se interpreta a él mismo, construyendo un tono documental) debe conducir por un estrecho camino de tierra. Un anciano del lugar se percata de que no conoce la zona y se acerca a su ventana. El hombre le explica que tiene que usar el claxon. No una, sino varias veces. Panahi no comprende nada, pero hace caso al desconocido y sigue adelante. En una escena posterior situada en el bar de la aldea, otros vecinos le explican el porqué: si nadie responde al pitido, entonces puedes seguir adelante; sin embargo, si otro coche responde con otro pitido, significa que alguien viene desde la otra dirección, y ambos vehículos no pueden pasar al mismo tiempo. En ese caso, continúan explicando, Panahi debería pitar dos veces más y, entonces, si el otro coche responde con un solo pitido, significaría que le concede el paso; no obstante, si el otro vehículo vuelve a pitar dos veces, estaría pidiendo la prioridad. Si eso sucediera, Panahi tendría dos opciones: dar la preferencia al otro vehículo pitando una vez o, en caso de encontrarse en una emergencia, pitar dos veces más, pero esta vez pitidos más largos, para indicarle que necesita pasar primero. De esta manera ambos vehículos deberían ir pitando dos veces, con bocinazos más y más largos, hasta que uno de los dos ofrezca el paso. “Hay que usar el sentido común, por eso planeamos estas reglas”, afirma uno de los vecinos. Más adelante en la trama, una niña explica a Panahi que un día intentó ensanchar el camino utilizando una pala, para que así pudieran pasar coches en ambas direcciones, pero los ancianos de la aldea la detuvieron porque no lo consideraron un trabajo adecuado para una mujer.
Jafar Panahi es tan inteligente, crítico y certero como siempre. Three Faces (ganadora de mejor guion en Cannes) se asemeja a su trabajo anterior, Taxi (2015): una premisa única que pone a Panahi al volante, un estilo documental con una planificación sencilla y un relato divertido, pausado y muy humano. El cineasta continúa mostrando esa puntería única para convertir situaciones cotidianas en metáforas que reflejan el estancamiento sociopolítico o el tradicionalismo que sufre su país; sabiendo que tanto él como su familia fueron arrestados en 2010 acusados de crear propaganda en contra del gobierno (por presiones internacionales fueron finalmente liberados, pero el proceso fue muy duro y Panahi tuvo que estrenar trabajos ilegalmente), es admirable la valentía que muestra el director al mantener intactos todos los estilemas que le hacen único.
Three Faces es, en definitiva, otro trabajo tan inimitable como trascendente. Jafar Panahi lo ha vuelto a conseguir.
Werk ohne Autor (Never Look Away, Florian Henckel von Donnersmarck)
Tras un inicio arrasando en crítica con Das Leben der Andersen (The Live of Others, 2006) y un tropiezo con The Tourist en 2010, el director belga vuelve a sus orígenes centrándose en el periodo histórico más agitado de Alemania. Esta vez sigue durante tres décadas (30s, 40s y 60s) la vida personal y profesional de Kurk Barnert, un artista que tiene que lidiar desde niño con una situación sociopolítica adversa.
Lo más interesante de Never Look Away es el estudio que supone alrededor de la política, el arte y la sociedad de la Alemania de posguerra, gracias a las décadas que comprende y el foco que adquiere la narración. Al haberse criado en una familia opuesta al partido nazi y, a su vez, encontrarse en la RDA (República Democrática Alemana) una vez el país se divide, Kurk y su familia sufren la imposición no solo de uno, sino de dos regímenes totalitaristas. De esta manera, podemos contemplar cómo el nazismo y el comunismo atentaron contra la libertad individual con ideologías contrarias pero impactos sociales similares. Tiene mérito que, tratando un periodo histórico semejante, la película consiga entretener durante las tres horas y ocho minutos que dura.
A su vez, ese es su mayor defecto: una narración cómoda que te coge de la mano en exceso. Hay personajes blancos y negros, con una carencia alarmante de algo intermedio. De la misma manera, las claves musicales compuestas por Max Richter, aunque poderosas en ocasiones, también pecan de evidente, dando la sensación de que te gritan al oído lo que tienes que sentir.
Al final, a pesar de todos los aciertos, los tropiezos de Never Look Away pueden ser lo suficientemente molestos como para nublar gran parte de la experiencia.