Festival de Cine de Lima 2020: El tríptico peruano

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La presencia nacional en la Competencia de Ficción nos depara este año dos películas relacionadas a la temática campesina y una comedia urbana. Con intenciones y derroteros muy disímiles, hacemos el repaso por “Manco Cápac”, “La restauración” y “Samichay”.

MANCO CÁPAC de Henry Vallejo:

Buscando nuevos horizontes laborales, Elisbán (Jesús Luque) llega a la ciudad de Puno a encontrarse con su viejo amigo Hermógenes, quien le ha prometido darle trabajo. Pero las cosas no pintan nada bien. Ante la imposibilidad de ubicarlo, el muchacho se encuentra en una penosa situación al tener muy poco dinero y escasas chances de encontrar un buen empleo. Más compenetrado con la vida en el campo, Elisbán solo halla rechazos y abusos mientras intenta sobrevivir en un medio que se le hace cada vez más hostil.

El segundo largometraje de ficción de Henry Vallejo supone un enorme salto desde El misterio del Kharisiri (2004), su obra precedente y emparentada más con los mitos y leyendas serranas de terror que gozan de tanta popularidad en el interior del país. Dicha película dejaba algunos fugaces destellos de lo que su director pretendía visualmente, pero, en términos generales, se trataba de un producto de acabado muy amateur y con un deficiente manejo del ritmo. A la luz de los años, Vallejo regresa con una propuesta más ambiciosa que, desde la apertura con un travelling desde el interior de un bus, nos presenta a su protagonista arribando a la ciudad mientras duerme en posición fetal, en una suerte de nuevo –pero nada feliz- nacimiento en el medio urbano.   

El chico empieza así una crónica en caída libre que refleja a través de su desconexión con su nuevo terruño, la inversión del mundo andino sometido por las reglas del conquistador. Él, criado en el campo, pero ahora sin familia que lo respalde, no tiene más remedio que deambular en busca de fortuna. Si el mítico Manco Cápac emergió de las mismas tierras para fundar el imperio Inca, el propósito de Elisbán es el de encontrar su propio destino sin ninguna gloria más que el sobrevivir. Su suerte difiere de la del protagonista de Gregorio (1982), en que aquel se enfrentaba en plena adolescencia a una ciudad en la que podía ser absorbido o reinventarse con mucho dolor.

En el caso de Elisbán, siendo un veinteañero sin estudios ni más conocimientos que los del campo, su suerte es la alegoría de una cultura incomprendida y desplazada por un sistema individualista e indiferente. Ni reciprocidad ni redistribución le aguardan en ese derrotero ausente del menor atisbo de humor y en el que la cámara lo sigue con un universo visual contenido, pero sin dejar de ser revelador en torno a un personaje cuya resolución lleva más a la reflexión y a la ironía.

Manco Cápac es una película que tiene la huella de ese nuevo cine peruano que al igual que su protagonista, quiere refundarse para superar la tradición de la cinematografía andina más allá de los mitos populares y darle voz a temáticas con una sutil reivindicación social. Pero más allá de sus aciertos y su apuesta arriesgada, también es cierto que al director le falta afinar su manejo de las elipsis, las que por momentos se hacen confusas con cortes que parecen insinuar situaciones finales que sorpresivamente renacen y suenan a baches narrativos. Más allá de esos detalles, lo que Vallejo consigue aquí es más que prometedor respecto a lo que podemos esperar de él en el futuro.       

LA RESTAURACIÓN de Alonso Llosa:

A sus 50 años, Tato Basile (Paul Vega) es un arquitecto que tras su divorcio, se ha refugiado en la antigua casona familiar de su madre Rosa (Attilia Boschetti), incapaz de caminar por sí misma por múltiples achaques. Mantenido por vocación, su existencia se reduce a armar maquetas y a nutridas sesiones de alcohol y cocaína. Su monótona existencia se rompe al encontrarse con Raymond (Pietro Sibille), un exitoso constructor que necesita hacerse de inmuebles en ese pudiente barrio para levantar edificios. Tato ve entonces una salida a su situación: vender la casa y obtener instantáneamente el status que cree merecer. Pero la idea choca con la negativa de su madre a pesar de la catastrófica situación económica de la familia. Entonces, él comienza a maquinar una treta: fingir la muerte de su progenitora para como flamante heredero, realizar la transacción que cambie su fortuna por completo.  

Con cinco cortometrajes que preceden a su Ópera Prima en largo, la mayoría de ellos dejan ya varias pistas de las predilecciones narrativas y formales de su director. Siendo justos, hay una marcada vocación en él en hacer de sus historias breves una suerte de “coito interruptus”, ya que presenta situaciones que se cortan abruptamente (puede tratarse de una oda radical a la elipsis), poniendo más interés en la representación burlesca y estereotipada de sus personajes con atmósferas impuestas por la sobrecarga de una banda sonora. La restauración no está exenta de tales vicios, siendo más que una comedia dramática una farsa por su deseo de subrayar lo exagerado y grotesco.

El solo hecho de marcar una línea divisoria entre una familia de abolengo venida a menos y el mundo fastuoso de los nuevos ricos, no le otorga el status de reflexión social al tratarse dicha idea de tan solo un telón de fondo para la ocasión. Si bien cada película construye su propio sentido de realidad, en el presente caso se trata de una historia que más que buscar el equilibrio de una comedia satírica, termina siendo una ficción de laboratorio por su apelación constante a lo caricaturesco.

En ese sentido, el universo de Tato como un “vicioso” obedece tan solo a la voluntad de otorgarle dicha característica de manera cosmética, sin ahondar siquiera de manera básica en el perfil real de un sujeto con tales costumbres.

Desde las primeras imágenes se puede anticipar lo que se viene, con la voz en off del protagonista transmitiendo una solemnidad terrible y que aunada a la discordante banda sonora de Katya Mihailova, evoca más al inicio de un video institucional (el final tiene un efecto similar). Es imposible eludir el hecho de que el Tato Basile que compone Paul Vega, lejos de ser un personaje rico en matices desde su escasa expresividad, termina siendo la repetición con ligeras variaciones de muchas otras interpretaciones suyas en cine y televisión.

La suma de todos esos aspectos deja a La restauración como una comedia insípida y apática, no consiguiendo sorpresa ni siquiera en los momentos capitales de la trama, evidenciando más sus intenciones que sus logros. El recuerdo de películas como Good Bye Lenin! (2003) son la muestra de cómo alcanzar el correcto timing en una comedia por más absurda que resulte su premisa (hacerle creer a una madre comunista que el muro de Berlín no ha caído).

La película también ha dado pie a una muletilla entre algunos colegas de la prensa, al otorgarle valor por el hecho de no ser una comedia burda de la factoría de Tondero o Big Bang, premio consuelo que no la salva del dudoso honor de ser fallida.

SAMICHAY, EN BUSCA DE LA FELICIDAD de Mauricio Franco Tosso:

En las alturas cusqueñas, Celestino (Amiel Cayo), un campesino viudo cuyas tierras comienzan a hacerse estériles, vive empeñado en sacarle provecho a su vaca Samichay, que ya no le da leche ni crías. A pesar de los ruegos de su suegra Agustina (Aurelia Puma de Ccallo) y su hija Yaquelin (Raquel Saihua Huainasi), él se niega a vender a su ganado y cree ciegamente en que todavía puede sacarle provecho.

El momento es crítico y su hija decide marcharse a la ciudad a empezar una nueva vida. La pronta muerte de su suegra lo decide a realizar un viaje junto a su vaquita con el fin de venderla y adquirir otra que le permita subsistir. Pero a lo largo del trayecto, se le manifestarán revelaciones que cuestionarán muchas de sus convicciones.

Nuevamente, los Andes son testigos de una historia de apego y desarraigo. Mientras Celestino se convierte en el correspondiente de su tierra y su vaca, es decir, un hombre despojado de la capacidad de ser productivo, su empecinamiento por seguir haciendo su vida en la chacra como antaño, es la negación al final de un tiempo.

La partida de su hija y la cantada muerte de Agustina no son sino los puntos que marcan el cierre de un ciclo, o tal vez, el fin de una cultura. Solo cuando ambas situaciones se dan, él recurre a su última carta: rogar a los apus o espíritus de las montañas la gracia de poder consumar la venta de Samichay. Por supuesto, la respuesta a su ruego se dará pero más como una reflexión que como la consumación expresa de su deseo.

El director Mauricio Franco ha intervenido este escenario con la intención de darle un halo metafórico a las visiones de su protagonista, optando por el blanco y negro para distanciar aún más la relación entre sus imágenes y la realidad. Así, conforme avanza el relato y los delirios de Celestino se exacerban, la atmósfera se vuelve fantasmal y asimila con mayor permeabilidad a los motivos que los personajes ven o creen mirar. A su vez, los pausados paneos circulares de cámara marcan los momentos de resignación del protagonista, que debe asimilar los hechos y conceder ante los inevitables cambios a su alrededor.

El delirio se apodera de la narración con momentos muy logrados como el encuentro durante el trayecto de Celestino con campesinos que desean comprarle la vaca. Pero no. Él quiere llegar a toda costa a las tierras de Don Fermín, un hacendado que conoció hace años y consumar ahí la venta. ¿Son acaso esas presencias manifestaciones enviadas por los apus? El hombre continúa su marcha solo para comprobar que ese mundo de ricas haciendas ha desaparecido por la llegada de la Reforma Agraria, recalcando la atmósfera atemporal en la que él mismo se ha encerrado.  

Samichay es un viaje no solo por un universo de sensaciones que van de la esperanza al desencanto con descarnado impacto. Es también la ocasión de interpretar la revelación de los apus como la aceptación de la pérdida y la oportunidad de un nuevo inicio, aun cuando ello contravenga con el culto a la tierra y las tradiciones, prevaleciendo en el mensaje el mandato supremo de sobrevivir.