«Black Swan» y la obsesión por la perfección

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Sus ojos son plumas negras. Enervados, ansiosos, idos. Su mirada es tan afilada que trasporta y duele. Hablamos de un instante memorable, de unos segundos en los que una actriz (Natalie Portman) nos mueve las fibras y se incrusta en nuestro inconsciente. Es precisamente el momento en el que clava la mirada a la cámara durante el baile magistral de Nina Sayers, la bailarina que protagoniza Black Swan (2010), lo que da pie a esta reseña de la película de Darren Aronofsky.

Con sumo cuidado el director hilvanó una historia que entremezcla los géneros de drama, terror y suspenso en un thriller psicológico del que se ha dicho mucho. Black Swan perturba, angustia y al mismo tiempo maravilla por su dedicada estética y por lo especial de las interpretaciones (con énfasis en la de Portman). El suspenso va in crecendo a medida que la bailarina se adentra a una obsesión.

La historia empieza con la presentación una introvertida mujer, hija de una exbailarina controladora y cuidadosa, que sueña con interpretar el puesto principal en la nueva temporada del Lago de los Cisnes del Ballet de Nueva York y se prepara para la audición. Cuando asiste a la prueba, el director Thomas Leroy (Vincen Cassel) le explica que a pesar de haber logrado ajustarse al papel del inocente y frágil Cisne Blanco, aún le falta la seducción característica de su contraparte: el Cisne Negro. No obstante, con todo el empeño que hay en su ser, ella logrará ese papel.

La búsqueda de Nina para obtenerlo se vuelve enfermiza y sus prácticas la enajenan de la realidad. La obsesión por la perfección, ya conocida dentro del ballet, llegan al punto de enloquecer a quien en un principio parece bondadoso y bueno. Con ella llegan los problemas: para el baile hace falta la pasión, pero dentro de la pasión no hay perfección. Es allí cuando Leroy insiste “déjate ir”. La metamorfosis de esta mujer es visualmente representada en el escenario: cuando este cisne danzante empieza a sentir que de sus poros nacen plumas negras.

Del génesis a la obra

Aronofsky pensó mucho y analizó cada detalle de la cinta. Ya en el año 2000 comentó a Portman – su pareja de entonces- la idea de hacer una película sobre la danza clásica, y ella accedió al considerarlo un reto que le permitiría salir de la casilla de “mujer bonita” que empezaba a labrar en Hollywood. Tal y como su personaje, la actriz se sometió a un fuerte régimen de preparación y a excepción de pocas escenas fue ella quien bailó para la película. Fueron años de clases de danza y una transformación física bastante visible: la pérdida de 7 kilos y el esculpido de sus músculos.

En 2007, el cineasta puso manos a la obra y con la incorporación de Mila Kunis como personaje coprotagónico todo empezó a encajar. Lily le significa a la historia un toque pasional y resulta interesante analizarlo. Está la bailarina real y la que Nina se imagina. No hay nada que nos asegure cuándo retratan a una u otra, o si los efectos son parte del desvarío de la protagonista principal.

Aparece entonces un elemento fundamental en la cinta que es el espejo. Más allá de decir poéticamente que en realidad Nina compite sólo con ella misma, con su reflejo, o que Lily dejó de ser su enemiga en el momento en el que a Nina le invadió la obsesión, llegada a un clímax en el que todas estas dudas se resquebrajan y se van de golpe.

Este film, cargado de tanta tensión, recuerda que el terror no necesariamente tiene que ver con criaturas ajenas y externas: demuestra el poder de la mente, incluso para atormentar y matar. Al mismo tiempo, para lograr lo que anhelamos.